domingo, 10 de diciembre de 2017

Homilía Domingo XXIV T.O. Ciclo “A”

PREDICACIÓN DOMINICAL
Mateo 18,21-35

Queridos hermanos y hermanas, dispongamos el corazón para reflexionar la Palabra de Dios del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario. El evangelio de este día, tomado del capítulo 18 del evangelista Mateo, nos pone de cara ante la acción más significativa de la misericordia de Dios, es decir, el perdón de los pecados. Acabamos de escuchar la parábola del “Servidor malo”, y antes de esta, el fragmento dedicado por Mateo al “perdón de las ofensas”. Jesucristo habló a los de su generación en parábolas, es decir, en narraciones que ejemplificaban una realidad vivida por el pueblo de Israel en las diferentes circunstancias, y que eran necesarias juzgar bajo la perspectiva divina.
Queridos hermanos, la sociedad de hoy está necesitada del perdón, de lo contrario no habrá paz, y paz es lo que todos queremos; paz para vivir como hijos de Dios. En nuestras comunidades debe reinar la paz, bien porque no hayan ofensas de unos para con los otros, o porque si existiesen la actitud del cristiano fuera la búsqueda inmediata de la reconciliación. Aprendamos de las primeras comunidades cristianas, donde si un miembro se negaba a la reconciliación era considerado como un extraño a la comunidad y los responsables tenían el derecho de excluirlo mientras permaneciera en esa actitud. En nuestros días estamos llamados a orar por aquellos que ofenden y no buscan la reconciliación con Dios y con sus hermanos.
El texto del evangelio hace para todos nosotros en este domingo una referencia al perdón y a la reconciliación, que se va a completar con la vivencia de la oración comunitaria. Hermanos y hermanas, si una comunidad es realmente orante, allí será privilegiada la presencia de Jesús. Recordemos que es el mismo Señor, el que nos enseña a orar, y en esa oración dominical, que siempre repetimos, está contenida una frase que es importantísima para entender la exigencia de Dios con respecto al perdón: perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Dios nos ha perdonado, ese ha sido su regalo a través de la Santa Alianza con nosotros, y qué mayor ejemplo el de nuestro Dios, al enseñarnos él mismo que, así como él nos ha perdonado todo, así mismo nosotros debemos ser misericordiosos con los hermanos que nos ofenden, que nos fallan, que nos hacen daño. Hermanos, no nos cansemos nunca de luchar para que siempre en nuestras comunidades se den las condiciones y actitudes que Jesús señaló en la oración del Padrenuestro.
En la “parábola sobre el perdón”, el apóstol Pedro hace una pregunta a Jesús, Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? Pedro se le adelanta y finalizando la primera pregunta hace una segunda, ¿Hasta siete veces?, de manera directa le pide una cifra numérica, como si el amor de Dios tuviera límites. Jesús responde a Pedro en sus mismos parámetros, pero saltando de un número generoso (7) a otro indefinido (70 veces 7) aclarándolo con la siguente parábola que presenta posiciones extremas a la hora de perdonar a los demás.
Hermanos, para comprender esta “parábola del servidor malvado”, es necesario saber la situación en la que vivía el pueblo al que Jesús originalmente dedicó esta narración, y es que la venganza era una ley sagrada en todo el Antiguo Oriente, mientras que el perdón era considerado como algo humillante; pero, para el cristiano, ese hombre nuevo renacido en Cristo, la contrapartida de la venganza es el perdón ilimitado.
Según la narración evangélica en primer lugar, un siervo es perdonado inmensamente por el rey, ante una gran deuda, recibió un gran perdón. En la segunda escena, éste se encuentra con un colega que le debía una pequeña cantidad. No escucha sus razones y rechaza el aplazamiento del pago pedido en los mismos términos que él uso para mover el corazón del rey. Vemos entonces una actitud muy marcada en nuestras comunidades, con despiadada determinación hace que lo metan a la cárcel. Finalmente los compañeros se sienten indignados por este hecho y contaron lo sucedido al rey, éste por su parte rechaza la actitud del servidor malo, porque no había entendido que el perdón obtenido lo obligaba a mostrarse también misericordioso con el otro.
Esta parábola quiere describir la relación de los seres humanos con Dios y con los demás. La deuda de diez mil monedas de oro, que era algo impagable en todo caso, simboliza la situación de toda persona a quien Dios perdona por pura gracia. Por otra parte, la actitud del siervo malo ejemplifica el egoísmo del corazón humano. Y es que en la perspectiva cristiana, unos a otros nos debemos “cien monedas”, que es una ridiculez a la hora de compararlo con todo lo que se nos ha sido perdonado. Unos a otros tenemos una deuda, la deuda del amor y del perdón.
Ante este panorama, ¿cuál debe ser la actitud nuestra frente al prójimo? Dios nos abre la gracia de su perdón de una manera insospechada, pero la retira ante los corazones ruines que niegan el perdón al prójimo. Quien haya experimentado la misericordia del Padre no puede andar como Pedro, calculando las fronteras del perdón y la acogida a los hermanos.
Hermanos, perdonar no es fácil, pero tampoco imposible. Dios nos ha perdonado muchísimo, y sin condiciones. Ese ejemplo debemos seguir: perdonar a nuestros hermanos sin requisitos, ya que sus deudas hacia nosotros son inmensamente menores. Dios se muestra en nuestras vidas como aquel que siempre ama y perdona, es Dios mismo el que pone el perdón como base de la convivencia humana, y es que no podríamos vivir el día a día si quitamos de nuestra vida el perdón. Este perdón exigido por Dios no puede ser selectivo, es decir, no podemos perdonar sólo a unos y no hacerlo con los otros, si esto sucede estamos traicionando nuestra condición de hijos de Dios, porque no estaríamos actuando como nuestro Padre que ama a todos sin excluir a nadie. El perdón es una experiencia de inclusión.
Queridos hermanos y hermanas, ya para ir finalizando esta reflexión, es necesario comprender que nunca nos debemos cansar de perdonar, y tampoco de pedir perdón, ambas situaciones son muestra de profunda humildad. Que ante los momentos de ofensas y faltas contra nosotros recordemos aquellas palabras del Señor en el evangelio: ¿no debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?
Que María Santísima, la mujer que sufrió la muerte de su hijo y que supo perdonar siempre, nos ayude con su poderosa intercesión, para que todos los días vivamos con la alegría de sentirnos perdonados por Dios, y que con esa misma alegría perdonemos a los demás, no siete veces, sino setenta veces siete, es decir, siempre, siempre, siempre. Amén.

P.A
García



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