REQUIESCANT IN PACEM
Queridos hermanos en la fe, es verdad que en Cristo todos
murieron (Rom 6, 8), pero es necesario
que esta muerte llegue a ser para cada uno de nosotros una realidad efectiva. Recordemos
que la Iglesia, en las exequias de sus hijos, celebra el misterio pascual, para
que quienes por el bautismo fueron incorporados a Cristo muerto y resucitado
pasen por él a la vida, sean purificados y recibidos en el cielo con los santos
y elegidos, y aguarden la bienaventurada esperanza del advenimiento de Cristo y
la resurrección de los muertos.
La Iglesia hoy depositará el cuerpo de nuestro hermano:
N, en las entrañas de la tierra, como el agricultor siembra la semilla en el
surco, con la firme esperanza de que un día renacerá con más fuerza, convertido
en cuerpo transfigurado y glorioso como el de Cristo cuando venció el pecado y
la muerte y resucitó para darnos una primicia de la alegría de la salvación,
donde nadie estará triste, nadie tendrá que llorar.
Los ritos funerarios expresan también los vínculos
existentes entre todos los miembros de la Iglesia. Por eso, “la Iglesia de los
peregrinos, desde los primeros tiempos del cristianismo, tuvo perfecto
conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así
conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció sufragios por
ellos” de esa manera afirmo, que al
encontrarnos reunidos como comunidad cristiana en este templo, estamos
acompañando en la caridad y en la fe a los familiares de nuestro hermano: N, y
todos juntos profesamos con recta convicción, que el que cree en Cristo no
morirá para siempre.
No olvidemos hermanos, que a la luz del Evangelio de
Cristo Nuestro Señor, los objetivos principales de la liturgia funeral son los
de elevar preces de intercesión por el difunto nuestro hermano: N. Con ello, además
de mostrar los vínculos estrechísimos que existen entre la comunidad terrena y
el cristiano difunto, se expresa la fe en la victoria de Cristo sobre la muerte
y la esperanza de participar plenamente en ella. Pero, al mismo tiempo, se
manifiesta la incertidumbre inseparable en la esperanza cristiana.
Mientras celebramos con fe la victoria pascual de
Jesucristo, esperamos y pedimos –ya que todo lo que es objeto de esperanza lo
es también de oración- que el Señor infinitamente misericordioso perdone los
pecados de nuestro hermano difunto, lo libre de la condenación eterna, lo
purifique totalmente, lo haga participar de la eterna felicidad y lo resucite
gloriosamente al fin de los tiempos. Y estamos seguros, queridos hermanos, de
que nuestra oración es una ayuda eficaz para nuestros difuntos, en virtud de
los méritos de Jesucristo.
El dolor que en estos momentos puede embargar nuestro
corazón, no debe opacar la fe que como cristianos profesamos, depositemos toda
esperanza en Dios Padre de Bondad y confiemos nuestra existencia en él, ya que
Dios no ha desvelado de golpe el significado de esa realidad tremenda que es la
muerte y el misterio del más allá; lo ha hecho poco a poco, de un modo
progresivo hasta llegar a la revelación definitiva en y por la muerte de
Cristo.
Las grandes líneas de la revelación de la Antigua Alianza
coinciden, trascendiéndose, en el Nuevo Testamento hacia el misterio de la
muerte de Cristo. Todo lo que podemos decir como cristianos de la muerte, lo
debemos referir siempre a la muerte de Cristo. En ella advertimos una dimensión
personal, ya que Cristo asumió libremente la muerte; una orientación
comunitaria, puesto que él murió por nosotros, por todos los hombres, y una
relación con la misma muerte, porque él triunfó totalmente sobre su poder.
Es muy triste la desaparición física de un ser
querido, y esta realidad la conseguimos
a veces de manera natural, otras veces de manera trágica, pero la muerte sigue
siendo la consecuencia del pecado. Se sufre y se llora al difunto si su vida
fue un verdadero testimonio de amor y servicio desinteresado a los demás, pero
más debemos consolarnos pues Dios lleno de misericordia toma en cuenta el bien
que por medio del soplo del Espíritu Santo nosotros actuamos.
La pregunta que sin duda Dios nos hará en el cielo es si
de verdad amamos, a él primeramente y a los demás como a nosotros mismos. El
mensaje de Jesús se puede centrar básicamente en el Amor, quien no ama no
conoce a Dios, porque Dios es Amor.
Dejémonos amar por Dios y demostrémosle el amor que le
tenemos con las obras, trabajemos en esta vida por asemejarnos cada día más a
Cristo y escuchar su Palabra para meditarla y cumplirla, acudiendo a la oración
para pedir fuerzas.
Confiemos a María Santísima y a su poderosa intercesión
el alma de nuestros hermanos difuntos, de manera especial la de nuestro
hermano: N, que hoy será sepultado según lo expresa nuestra fe.
En la lectura del
santo Evangelio que acabamos de escuchar con atención, se nos presenta en
primer plano el poder de Dios sobre la muerte. Lázaro un amigo del Señor, había
muerto, sus familiares, amigos y conocidos, pero muy especialmente sus hermanas
lo lamentaban profundamente y lloraban desconsoladas.
Vemos como María, una hermana del difunto Lázaro, en
medio del dolor se acercó a Jesús, se acercó a él pero con toda confianza y fe,
para decirle: Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. La
actitud de Jesús en este relato del Evangelio, es la que muestra cada vez que
la comunidad cristiana se acerca al Templo para encomendar a su misericordia un
difunto. Las sagradas Escrituras nos narran detalladamente cómo Jesús, ante el
dolor de la hermana de Lázaro, suspiró, se conmovió y acompañó en el
sufrimiento de la pérdida de un ser querido, pero no se quedó con esto,
manifestó su poder divino y con voz potente y plena autoridad gritó: Lázaro,
ven afuera, y el muerto resucitó.
Es por eso hermanos que en medio de dolor, sabemos que a
la persona que hemos perdido no la
volveremos a ver más, pero como cristianos católicos estamos llamados a creer
en lo que dice Nuestro Señor Jesucristo: “Yo soy la resurrección. El que cree
en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”
Queridos hermanos, esforcémonos nosotros los que aun
peregrinamos por este mundo, en vivir cristianamente, en llevar una vida
sacramental, acudiendo con amor a la Eucaristía para dar el único y verdadero
culto al Señor, acudamos al sacramento de la reconciliación para purificarnos
de todos los pecados que cometemos ya que somos frágiles, confiemos siempre en
Dios, no en el dinero, ni en la moda, ni en el mundo sino en Dios. Recordemos
que estamos llamados a ser santos, todos podemos serlo con la ayuda de Dios.
“Allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí
está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es en medio de las
cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a
Dios y a todos los hombres. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen
unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros
corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria.”
A nuestro hermano difunto: N, concédele Señor el descanso
eterno, y brille para él la luz perpetua. Descanse en paz. Amén.
P.A
García
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