OTRA LEYENDA PARA LA PLAYA
En la precariedad de la
primera década del siglo XVII, cuando apenas se confiaba por voz popular en que
más allá del horizonte había grandes pueblos y ciudades de blancos, un grupo de
niños conformado por tres españoles y un indio gandul, salieron luego de
almorzar a pasear contentos por los campos cercanos a su casa, junto a los
predios donde tranquilo pastaba el ganado de más de quinientas cabezas. No se
irían muy lejos, pues eran de edades menores, ya que tan solo contaban entre
diez y doce años de edad.
La cocinera de la
casona, después de dar de comer a todos por igual, despidió la comitiva de
cuatro ingenuos infantes, que se despedían por solo un par de horas, pues iban
dispuestos a conocer lo que a regañadientes el indio les mostrase, para
divertirse un rato y regresar antes de que el sol se ocultase. No tenían
permitido jugar hasta el anochecer, pues los peligros nocturnos y lo
imprevisible del tiempo les hacía resguardarse temprano.
Por el camino el indio
en su desazón les fue contando a los otros tres lo que para él era la más
fabulosa historia que le había narrado su abuela, sobre una princesa de su
tribu que, cincuenta años atrás, antes de casarse con su prometido, lo había visto
morir tras ser herido en una desigual batalla que se libró en los tupidos
bosques de lo que sería el pueblo de la Veracruz, cuando llegaron los hombres
blancos y barbados vestidos de metal sobre enormes bestias. El indio les narró
con detalles cómo la princesa, que se llamaba Carú, llevó desesperada en brazos
el cuerpo sin vida de su prometido el valeroso Toquisay hacia lo alto de una
montaña, para implorar a las divinidades que le devolviera la vida, pero al no
conseguir respuesta, estalló en llanto tan sonoro y tan profundo que, de las
lágrimas de la princesa, se formó un torrente de agua que caía sobre una piedra
desnuda, y que hasta sus días fluía en recuerdo de aquel penoso hecho.
Uno de los tres niños
españoles, el mayor de todos, dudoso de lo que el indio les contaba, preguntó
interesado por el lugar exacto del acontecimiento, a lo que el ingenioso
indígena respondió precisando que, en el próximo viaje al Valle del Espíritu
Santo, cuando los llevasen a ellos a recibir la confirmación y a él para ser
bautizado, les mostraría el lugar donde se lograba observar la cascada de la
princesa Carú que murió por amor, a espaldas de donde se había fundado el
pueblo de los indios Bailadores, no muy lejos del lugar donde se hallaban.
Los niños quedaron
esperanzados, pues para viajar a La Grita faltaba poco tiempo, ya que, según
las fechas mencionadas por sus padres en la conversación del almuerzo, ese
mismo día estaba por llegar un sacerdote agustino que venía de regreso de Mérida
en dirección a Nueva Pamplona y que les daría las indicaciones para que todos
en la familia pudieran estar preparados para recibir los sacramentos que les
hacía falta. Pero lo que no sabían los niños era que aquel sacerdote ya había
pasado por su casa y dejando el recado a sus padres, y, al no conseguirlos a ellos,
dejó dicho que subieran el próximo domingo a una casa del casi extinto pueblo
de los Bailadores, para allí recibir la catequesis junto a los demás
catecúmenos de la zona. Aquellos tres nunca lograrían ser confirmados y el
indiecillo moriría sin la inmersión en las aguas que le otorgarían el título de
cristiano.
Tenían rato jugando,
imaginando que las vacas y toros eran fieles servidores de un imaginario reino
conformado por tres reyes españoles y un solo esclavo indígena, pero sus
destinos estaban por cambiar drásticamente. Las bestias bramaron y cayeron de
rodillas, cuando a las tres de la tarde empezó a agitarse la tierra de manera tan
estrepitosa que no podían mantenerse en pie, firmes, pues sus piernas se
quebraban por la inestabilidad del suelo. Los cuatro niños desorientados
empezaron a llorar y a pegar alaridos de auxilio e intentaron correr en
dirección a la casona, pero no pudieron lograr su cometido, pues observaron
impotentes cómo una montaña entera se venía como una pluma sobre ellos, sin
siquiera darles oportunidad de alejarse del peligro; los cuatro vieron
oscurecerse sus vidas a plena luz del día. Inútilmente se acurrucaron todos
juntos y se cubrieron la cabeza, y en posición fetal, mientras oraban al ángel
de la guarda, fueron enterrados vivos por la gran masa de tierra que cayó sobre
ellos, sepultándolos para la eternidad en el sitio donde en días sucesivos se
formaría una inmensa laguna, pues el cerro desplomado había cortado la
circulación natural del río que bajaba de los páramos altos del Valle de los
Bailadores, casi en contrapuesto al punto donde empieza el Valle del Espíritu
Santo de La Grita, donde también se sintió el terremoto y hubo igualmente
víctimas fatales.
Pasada
la calamidad y aún temblorosos por el acontecimiento, los angustiosos padres de
aquellas víctimas inocentes iniciaron la desesperada búsqueda, primero
corrieron al río de las zarzas, pero no los hallaron allí, todo esfuerzo fue en
vano. Uno de los adultos que estuvo presente en el almuerzo recordó que los
niños habían convencido al indio que los llevase a conocer nuevas tierras,
emulando en parte las faenas de sus padre y abuelos, quienes habían llegado de
España, para descubrir y evangelizar para Dios las tierras que a su paso
encontraran fértiles y habitadas por naturales.
Los
pocos que sobrevivieron a aquel desastre natural empezaron a preguntarse por
qué motivo habría sucedido tal mortandad y desorden en la naturaleza, y es que,
se supo luego, el sacerdote visitante había profetizado el mal que azotaría al
Valle, pues en su paso por allí, había sido blasfemado el sagrado nombre de
Dios, con la pretensión que tuvo alguno de jactarse de sus riquezas sin dar
crédito al verdadero sustento de su vida, el Señor Dios, Creador de todo cuanto
existe. Para aquel sacerdote no era posible que semejante soberbia y orgullo,
solo comparada con la del mismísimo Satanás, quedara impune ante la justicia
celestial.
Esta
es la desafortunada historia de cuatro indefensos niños que fueron tragados por
la tierra, en el día de san Blas, el 3 de febrero de 1610, medio siglo después
de que el capitán Juan Rodríguez Suárez descubriera, conquistara y fundara la
ciudad de Santiago de los Caballeros de Mérida (1558), cuando en el Valle de
los Bailadores, -por donde primero tuvo que pasar dicho capitán antes de
observar maravillado la Sierra Nevada- habitaban laboriosos españoles e
indígenas de las tribus que primero presentaron resistencia para luego constituirse
en súbditos de la Corona; estas familias asentadas en el hermoso valle de
seguro habían sabido o participado de la fundación en 1601 del pueblo de la Cruz
de los Bailadores, y ya para 1610, fecha en que se sitúa este relato, estarían
debidamente asentadas, sus tierras distribuidas, sus casas bien levantadas y en
avanzada el proceso de integración con los lugareños.
Dos
meses después del terremoto, los pocos que quedaron vivos en el valle donde se
desplomó el cerro, vieron que el agua les llegaba al cuello, pues no salía agua
de la mucha que le entraba por el río y quebradas que le alimentaban.
Conscientes de que no podían vivir con sus casas derrumbadas y amenazadas por
el nivel del agua que no paraba de subir, decidieron correr con sus
pertenencias a un lugar más elevado, y prefirieron una sencilla meseta a mano
derecha, en la cual se ubicaron poniéndose a salvo del agua, era el día 5 de
abril, y en honor al santo del día, pidieron a san Vicente Ferrer, patrono de convento
dominico fundado en Mérida (1568), la intercesión para prosperar allí y verse
librados de todo fenómeno natural. Los años fueron pasando y en algún momento,
las familias consolidadas fueron creciendo, los pobladores por fe y devoción al
santo predicador, recibieron una hermosa tablita con la imagen del valenciano
pintada al óleo, para la cual edificaron un sencillo templo en terrenos de la
reconocida familia Escalante, seguros descendientes del encomendero Francisco
de Escalante testigo de 1610, quienes llegado el año de 1829, decidieron sus
hijos herederos entregar en posesión del obispo de Mérida, para así completar
el agradecimiento de lo que en favor de ellos había obrado la fe en san Vicente
Ferrer.
Es
así como hoy La Playa y específicamente el sector El Volcán se levanta sobre
los cuerpos de estas cuatro pueriles víctimas, que un día salieron de casa a
divertirse y consiguieron la muerte de manera inesperada, para el recuerdo de
sus familiares y tal como lo escribió dos años después del suceso el fraile
franciscano español Pedro Simón, quien conoció la zona y escuchó los relatos de
lo ocurrido en el año 1612, cuando todavía vibraba el recuerdo de los que
lloraban la desaparición de sus niños.
Cuatro
inocentes víctimas prestan su inmensa sepultura a todo un pueblo pujante y
laborioso que desconoce su historia convertida en leyenda.
P.A
García