EL BULLYING DEL PASADO
Muchas de nosotros en este mundo cruel hemos
pasado por momentos en los que hubiésemos deseado haber estado en otro lugar y
con otras personas. La mayoría de las veces la escuela es el escenario de estos
momentos indeseables y tristes de recordar. Cuando no son los compañeros de
clases los que molestan, entonces es la mismísima maestra o cualquier otro
adulto del que se espera protección y no acoso. Tal fue el caso que viví en mi
quinto grado de primaria en la Escuela Bolivariana “Flor de Maldonado”, en La
Playa, mi querido pueblo.
En septiembre de 2006 inicié con mucha alegría el
quinto grado de primaria. La ilusión de estrenar uniformes y útiles escolares
era siempre uno de los motivos principales para acudir a la escuela, además de
aprender cosas nuevas y compartir con los amigos, la escuela me emocionaba
especialmente por su ambiente agradable, sus docentes y, desde el cuarto grado,
mi pertenencia a la banda seca (conformada solo por instrumentos de percusión) de
la cual fui director en varias oportunidades en las que el profesor Tony no
podía asistir. Pero este año 2006 sería diferente, pues viviría algunas escenas
de acoso, burla y señalamientos públicos por parte de la docente que ese año me
tocó como encargada de grado.
El año anterior, 2005, había ingresado al Colegio
de Monaguillos de la Parroquia San Vicente Ferrer de La Playa, bajo el curato
del padre Alfredo José Uzcátegui Martínez y con la guía sabatina del entonces
seminarista Jhon Emir Dugarte. Esta experiencia empezó a transformarme
internamente, pues conocí un poco más la fe católica a la par de comprometerme
completamente con el servicio en el altar, diariamente y sin ánimos de ausencia
alguna. En aquella época empecé a asistir todos los días a misa. Los lunes era
el único día en que no había misa, pero de martes a domingo sí. Algunos jueves
había misa en la mañana, para exponer el Santísimo Sacramento, y en las tardes,
para la Hora Santa. En total eran unas nueve misas a la semana.
En la escuela las cosas empezaron a tornarse
turbias. Había días en que la maestra llegaba al salón un poco desorbitada,
dirigiéndose a nosotros con gritos, poca paciencia y especialmente amargada.
Aquello era un régimen como el de los nazis y así no nos ayudaba en nada, sino
que nos hacía aborrecer la escuela. Creo recordar que este era un sentimiento
común de algunos compañeros, pero parece que nunca dijimos nada.
Recuerdo que una vez nos pidió hacer una tarea
consultando libros de la Biblioteca Pública José Vicente Escalante. Yo fui
diligentemente con mi compañera de grupo, que era casualmente la hija de la
bibliotecaria, quien a su vez nos ayudó muy amablemente en la realización de la
tarea, creo que se trataba de investigar algo sobre los planetas o un tema
parecido, pero al día siguiente, cuando presentamos nuestros trabajos, resultó
estar todo mal. Los gritos imagino que se escucharían en los salones contiguos.
Todo estaba mal, no había nada bueno, no nos dijo cómo hacerlo mejor, no nos
indicó cómo mejorar. Así eran las clases de esta maestra frenética.
En mi caso particular, la profesora se enteró por
comentarios de los demás niños, que yo estaba acudiendo a la iglesia para
servir como monaguillo, y creo que ya para esa época había expresado que mi
deseo era ser sacerdote. Por algún motivo la profesora empezó a echarme en cara
cuanto mínimo desliz cometiera, haciendo énfasis en el discurso de que siendo
yo monaguillo, tan cercano a la Iglesia y con tales aspiraciones futuras, no
podía darme el lujo de comportarme de ciertas maneras, (como un niño normal).
Ella empezó a corregirme hasta la manera de respirar, pero sin pedagogía o
caridad alguna.
Recuerdo que las canciones del momento empezaron a
ser obscenas, pues el reggaetón estaba empezando a florecer como el género musical
del nuevo milenio, y sus letras cada vez eran menos educativas. Pues bien, esta
profesora no me permitía ni siquiera tararear laguna canción de moda, pues no
admitía estas actitudes en mí, pues según ella, un monaguillo, un niño que va
la iglesia no podía hacer ciertas cosas. Me exigía resultados que yo
sinceramente no comprendía.
Recuerdo que en una ocasión empezó a regañarnos
altivamente, y entre otras cosas dijo a las niñas que no se sentaran en las
piernas de sus papás, pues ellos eran hombres y se les “despertaba el miembro
viril”. Este tipo de comentarios eran frecuentes y nos caían muy mal, y de
estos comentarios ella se valía para hacer especial referencia a mi como
monaguillo y futuro sacerdote. Era algo muy extraño, pero la maestra pretendía
ofenderme especialmente a mí con ese tipo de conversaciones, y efectivamente lo
lograba. Por mi parte nunca hubo ningún reproche o actitud maleducada hacia
ella. Yo simplemente soportaba en silencio, pero guardaba en mi interior un
peso muy grande que en algún momento tenía que soltar.
La cosa aumentó en gravedad cuando recibí como
regalo de cumpleaños mi primer teléfono, pues ese diciembre de 2006, mi mamá me
regaló un teléfono HUAWEI de los más populares para el momento. Era un aparato
muy sencillo, de esos que tenían en el fondo de pantalla un hermoso cielo azul
con una verde pradera y en medio un frondoso árbol. Sin lugar a dudas la
noticia causó malestar en la profesora, porque yo era el único en el salón que
ya tenía mi propio teléfono, y a juzgar por la edad y otros factores, ella
consideró que era negativa tal adquisición. El tema del teléfono fue constante
durante esos últimos días de clases de diciembre de 2006, para que, llegando
enero de 2007, manifestara a mi mamá el desánimo y la intención de no volver a
la escuela. En ese momento tuve que contarle todo con detalles y hacerle la
petición de no ir a reclamar a la profesora, pues yo quería evitar cualquier inconveniente
y sobre todo no quería que se supiera por lo que yo estaba pasando, por miedo a
ser tildado de “especial” o “sensible”.
Mi mamá actuó de inmediato y me hizo caso en no
reclamar nada. Se presentó en la dirección de la escuela y pidió a la directora
mis documentos para poder cambiarme de escuela. La directora insistió en
conocer los motivos del repentino cambio, pero mi mamá alegó hacerlo por
motivos personales y laborales, ya que ella iniciaría a trabajar en la escuela
a la que quería trasladarme, cosa que nunca ocurrió, pero finalmente mi
traslado se logró. Recuerdo perfectamente esa última conversación en la
dirección de la escuela, bajo la mirada penetrante de un hermoso cuadro de Bolívar,
la directora empezó a hablarnos sobre su lamento de verme partir, pues, según ella,
yo era uno de los alumnos más destacados de la institución, y así mencionó
otras cosas hasta hacernos llorar a mi mamá y a mí.
Entre cielo y tierra no hay nada oculto. Más tarde
se supo que la profesora estaba pasando por procesos de divorcio de su pareja,
también docente, y al parecer todos sus problemas personales los había estado
canalizado a través de sus actitudes cuestionables con sus alumnos en la
escuela de La Playa. Nunca juzgué a esa profesora, ya que he sido formado con
un profundo respeto por las personas mayores, y siendo mi mamá también
profesora, sentía especial aprecio por todos los docentes, buenos o no tan
buenos.
Ahora que yo estoy dedicado a la docencia, imagino
constantemente esa experiencia vivida, y al ver a mis alumnos sentados frente a
mí, me veo en ellos, me traslado en la imaginación a aquel 2006 y me propongo
no hacer lo mismo que me hicieron a mí. La labor docente es algo muy serio y
muy sagrado. No hay profesores perfectos, pero sí hay profesores que desean
hacer las cosas lo mejorcito posible y yo soy uno de esos.
P.A.
García