¡IRA SANTA!
El escenario era el mismo de las veces anteriores.
Sentados los dos, cómodamente, frente a frente y con un delicado tema a tratar.
El ambiente quiere perfumarse de tranquilidad, pero en realidad hay mucha tensión.
Aquel día reclamaba ser contundente y definitivo, pues ya hacían dos años que
Dios había cruzado las vidas de estos dos cristianos; uno joven, indefenso pero
lleno de ganas y optimismo, y otro anciano, poderoso, vivido y herido por la
vida, aunque también premiado y privilegiado por Dios.
La conversación inicia como de costumbre, preguntas
van y preguntas vienen, la familia, el trabajo, la vida espiritual, aquel
trágico pasado, cómo fue que todo sucedió, una y mil veces explicado y las
mismas incomprendido… Pasados ya unos quince minutos, y como queriendo quitarse
un gran peso de encima, aquel anciano se mostró convencido de que ya no había
nada que hacer. Pensó despedir sin esperanza alguna a quien le suplicaba ayuda,
caridad y misericordia. Parecía una decisión premeditada, pero no por eso
acertada.
Los prejuicios pueden más, el miedo puede más, la
desconfianza es grande cuando mucho se ha vivido y mucho le han herido. Pero no
tiene por qué ser siempre igual. Hay gente distinta, no se puede perder la fe
en la humanidad y, por el contrario, hay que creer que todavía sigue existiendo
gente buena en este mundo. Gente buena de verdad, no solo con apariencia de
buena, porque por sus frutos se conoce al árbol...
Cuando la conversación parecía estar llegando hasta
el adverso final, cuando el anciano estaba decidido a dar por terminada la cita
con un superficial e irresponsable "no puedo hacer nada por ti, lo siento
mucho, ánimo" (y palmaditas en el hombro), el sentir genuino de quien se
ve perdido, abandonado y horriblemente condenado diluyó unas lágrimas sinceras
y amargas de decepción y protesta santa. La voz temblorosa pero segura. ¿Cómo
que no puede hacer nada? ¡Entonces no pida a Dios ayuda, si la tiene en frente
y la rechaza! ¡No suplique públicamente a Dios colaboradores, si tiene uno en
frente y quiere dejarlo ir! Y… todo cambió. El rostro del anciano empezó a
relajar el ceño y a pensar, ahora sí, como padre y pastor que es, y no solo
como juez y administrador. Empezó a ser él mismo. Pensó con el corazón y no
solo con la cabeza.
Había que buscar una solución, porque no puede
ganar el mal. Era cuestión de bien o mal, y el anciano finalmente se decidió
por el bien, por la caridad y la misericordia. Fueron necesarias las lágrimas,
justificadas por un humilde sentimiento filial y cristiano. Aunque la escena no
deja de ser penosa para aquel que tuvo que suplicar cual hijo pródigo que
quiere volver a casa, pero al contrario de la parábola del evangelio, consigue
a un padre que solo quiere escuchar al hermano mayor, y no aceptar al hermano
menor.
"El que no sabe de amores no sabe lo que es
martirio", dice una popular canción mexicana, pues es muy cierto. El amor
es sacrificio, el amor es dolor, el amor es llanto, son lágrimas. Ahora sí,
aquel joven imperfecto, pero con ganas de perfección puede decir como tantas
veces ha querido: "Mi vida es toda de amor y si en amor estoy ducho es por
fuerza del dolor, pues no hay amante mejor que aquel que ha llorado mucho".
P.A
García
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