“PORQUE
ESTUVE PRESO Y VINISTEIS A VERME”
(Mt 25, 36)
Hoy estuve en el Establecimiento Penal de Ayacucho, mejor conocido como la “cárcel de Yanamilla”, por encontrarse en este sector periférico de la ciudad de Ayacucho. Acompañando a dos religiosas y dos laicos, fui a presidir la celebración de la Palabra en el “Domingo de la Palabra de Dios”.
Llegamos a las inmediaciones del penal y presenciamos una larga fila de hombres que esperaban para ingresar a visitar a sus familiares internos. Nosotros pasamos con el vehículo hasta el estacionamiento y dejando llaves y teléfonos, nos dirigimos hacia la puerta de ingreso. Nos recibieron muy amablemente y, después de ingresar nuestros datos al sistema de visitas, pasar por la requisa de rigor y recibir un sello húmedo en el brazo, fuimos directos a la capilla del penal, para lo cual tuvimos que atravesar 7 rejas bien cerradas, cada una de ellas con su respectivo guardia a cargo.
La capilla del penal está bien equipada, aunque con posibilidades de mejorarse. Hay de todo, imágenes, altar, bancas, entre otras cosas propias de la liturgia, pero es un lugar poco espacioso, y lo confirmamos cuando fueron llegando los internos. Se reunieron más de 60 varones. Las únicas mujeres eran las dos monjas, una colombiana y la otra ecuatoriana, y una laica de la pastoral penitenciaria que tiene por nombre “Comunidad Misionera Madre Covadonga”, en honor a esta religiosa española que dedicó gran parte de su apostolado en la cárcel de Ayacucho hasta su muerte, acaecida a mediados de 2021, bastante entrada en edad.
Mientras esperábamos para iniciar la celebración yo pensaba en qué decir a los presentes, sin pronunciar nada políticamente incorrecto, ya que reflexionar con presos no es tan común, es más, era mi primera vez en una cárcel de adultos. Recordé rápidamente las clases de homilética y decidí, según los consejos de la materia aprobada con buena nota, no enfatizar tanto en la situación particular de aquellas personas, sino, por el contrario, encaminar la reflexión de la Palabra desde la textos sagrados leídos y tocar algunos tópicos generales de la vida de cualquier humano, pero, justamente el Evangelio que hoy leíamos hablaba de un preso: Juan el Bautista, primo del Señor, que fue encarcelado por el rey Herodes y fue este el inicio de la predicación de nuestro Señor en Galilea, en las tierras de Zabulón y Neftalí.
La capilla se fue llenando poco a poco con los reclusos que llegaban de sus respectivos pabellones. Hay una lista milimétricamente detallada de quiénes son los que asistirán dominicalmente a los servicios religiosos católicos. Esta lista irá aumentando o disminuyendo, según la “libertad” de cada uno. Eran hombres de todas las edades y todos los aspectos. Vi caras más jóvenes que la mía y ancianos con la cabellera muy cándida. Rostros serenos, rostros alegres, rostros humildes y rostros resignados. Dos de ellos se dedicaron a dirigir los cantos con una guitarra, mientras los demás acompañaban con sus gruesas voces y cada uno con un cancionero en las manos, pendientes de qué número de canción debían entonar.
La celebración fue amena, al menos para mí. La reflexión traté de hacerla “participativa”, intercalando algunas sencillas preguntas acerca de las lecturas que se habían proclamado. Expliqué una por una las lecturas, creo que me extendí más de lo común, pues vi algunas cabezas inclinadas. Las más atentas al discurso fueron las religiosas. Yo no pude resistir a la tentación de extenderme, y fue por varias razones, dos principalmente. La primera porque no tengo seguro que volveré a ese lugar, al menos a hacer una celebración de la Palabra, (Dios me libre de volver en otra circunstancia que no sea esa), así que debía comportarme como si fuese la primera y la última vez que les hablaría; y la segunda razón fue porque tenían un parlante óptimo, un micrófono inalámbrico de esos que parecen quedar a la perfección en una mano como la mía, la izquierda, porque con la derecha tomo el libro o enfatizo algunas frases necesarias. El lenguaje corporal también es justo emplearlo a favor de la Palabra de Dios.
Comulgaron aproximadamente 25 varones. Para los demás realizamos la comunión espiritual. Al final de la celebración se asperjó con el agua bendita que una de las monjas había previsto desde la parroquia. Palabras finales, agradecimientos, avisos de futuras actividades, despedidas y todos regresaron a sus pabellones obedeciendo las órdenes de uno de los guardias de seguridad, a quien yo ya había conocido en la parroquia unas semanas antes, cuando este fue a “suplicar” la presencia de un sacerdote, pues desde que había empezado la pandemia no había asistido ninguno para la cita dominical, salvo en muy contadas ocasiones.
Varios hombres se me acercaron para despedirse personalmente. Algunos de ellos se extendían en un abrazo afectuoso que sin más palabras comunicaban un “gracias por venir”, otros solo se conformaban con estrechar la mano, pero igualmente agradecidos. Un señor mayor se me acercó de último para preguntarme el porqué de la importancia de la cruz, si se suponía que en ella había sufrido y muerto Cristo, por lo que tuve que explicarle las razones más convincentes del porqué los cristianos católicos no vemos mal la veneración de la cruz, bendito árbol instrumento de nuestra salvación.
Más temprano, al llegar a la capilla habíamos visto que una hermosa gata negra había tenido su orgullosa camada de felinos a los pies de la puerta principal, y al salir la conseguimos dentro de la capilla. El encargado de la capilla, que no es personal del penal, sino uno de los internos, se comprometió a cuidar del animal, trayéndole comida periódicamente. El gato responsable de aquel espectáculo se dejó ver extendido sin aparente preocupación sobre el techo de un módulo vecino a la capilla, y supimos que era el dichoso progenitor, pues los colores de su pancita acusaban la paternidad de los tres mininos que la madre alimentaba: uno blanco, otro negro y el último amarillo.
En el Establecimiento Penal de Ayacucho también hay una sección de mujeres, y no podíamos irnos sin pasar a visitarlas, aunque fuera brevemente, y así lo hicimos. Solamente ingresamos al pabellón femenino una religiosa y yo, con el agua bendita, para asperjar a quienes lo desearan. Se acercaron varias mujeres, algunas con un pequeño recipiente para llevar agua bendita, las demás estaban tejiendo unas grandes mantas típicas ayacuchanas o atendiendo la visita de sus familiares en un patio central bastante colorido. Una mujer se me acercó portando en brazos a su recién nacido. Al abandonar el pabellón femenino, salimos de la cárcel, uno de los internos, el encargado de la capilla, parecía decirnos con la mirada que no nos fuéramos, o que volviéramos pronto…
He cumplido de esta manera con una de
las obras de misericordia corporales, la de visitar a los presos, recogida en
la cita de Mateo 25, 36.
Recordando una experiencia pasada:
La primera vez que fui a una cárcel fue en 2019. Se trataba de la correccional de menores de mi ciudad. Fue una experiencia dolorosa por el hecho de ver a niños y adolescentes privados de libertad. Muchos de ellos habían cometido serios crímenes y sus papás también estaban encarcelados. Otros solo tenían problemas de conducta y estaban allí porque ni sus familiares pudieron con ellos, entre tantas historias que son difíciles de comprender, pero dignas de conocer.
Recuerdo que al final de aquella fugaz visita, que al igual que hoy se trataba de una celebración eucarística en la capilla, nos invitaron a comer lo que ese día habían preparado para los internos: arroz, lentejas, yuca frita y agua. Comimos aquel menú con el mayor fervor posible, pensando en que de vuelta al Seminario nos esperaba el almuerzo que allí nos habían guardado, pero, la sorpresa fue grande, pues al llegar nos dimos cuenta de que el menú era idéntico, a excepción del agua, que estaba mezclada con un poco de azúcar y un lejano sabor a fresa. Aunque estábamos libres, comíamos como en la cárcel, pero, nada de eso era importante, pues “el amor todo lo soporta”.
P.A
García
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