“DIOS INEFABLE”
Mendoza-Álvarez inicia este capítulo reflexionando
acerca de lo que él llama el eje antropológico de la posmodernidad, donde
centra el apartado en la idea del deseo deconstruido, es decir, abierto, en
cierta forma vulnerable, constituyéndose de esta manera en una forma universal
de subjetividad, pues nuestra existencia es contingente gracias a un don, la
vida la hemos recibido como un regalo.
Este deseo deconstruido, según el
autor, es devenido en un deseo mimético, es decir, que en el fondo lo que se desea
no es más que una emulación de lo que otros desean -el poder, la dominación- originando
así el caos y la violencia, donde se hace necesario culpabilizar a uno “el
chivo expiatorio” -según costumbres antiguas- para así justificar al grupo de
esta imperfección; aquí cobra protagonismo el cristianismo, que con el
sacrificio de Cristo, una víctima que ofrece su vida libremente y que perdona, se
vuelca el sentido del deseo y este ya no se orienta a la dominación, sino que por
el contrario se presenta desde un “poder del no poder”, lo que origina la
anhelada reconciliación. Ahora bien, para el autor, este “deseo redimido” por
la víctima perdonadora transluce rayos de ambigüedad, pues la naturaleza humana
siempre tendrá como eje determinante un deseo dominador y de la búsqueda de
poder.
Por otro lado, avanzando en el
capítulo, Mendoza-Álvarez comenta la idea de una “memoria redimida”, lo que en otros
autores es la “memoria subversiva”, que es el recuerdo contado desde la
perspectiva de los derrotados, de las víctimas, que ponen a la palestra una
reconstrucción de la historia, pues ponen en evidencia los regímenes de
opresión de los que dan cuenta como víctimas, en cuyas bajas ciertamente han
podido enarbolar las banderas de la libertad. Con la “memoria redimida” el
autor no pretende introducir ninguna especie de teoría política que rose con lo
utópico, sino que se esfuerza por presentar a las víctimas como entes
deconstructores de la ribalidad típica del deseo.
Jesús de Nazaret, ha dicho el autor, es
como el prototipo de la víctima que se entrega libremente, pero que no solo se
representa a sí misma, sino que logra cubrir las expectativas de todas las
demás víctimas humanas, que no necesariamente tienen que ser religiosas, sino
todas aquellas que sufren las consecuencias del sistema social deformado y
empecinado por la lucha de poderes y el afán dominador de unos sobre otros por
razones de raza, ideología, género, entre otros.
Ahora bien, Mendoza-Álvarez cree
firmemente y así lo expresa en su texto, que una víctima como Jesús no
necesariamente era obligatoria, es decir, el sacrificio violento de uno en
beneficio de todos no sería el camino correcto a seguir si se quiere lograr la
paz, aunque sí reconoce que el sacrificio cruento de Cristo-Víctima recuerda
que ya no son necesarias más víctimas y que necesariamente las cosas tienen que
cambiar a raíz de la experiencia desconcertante que supuso la muerte de Jesús.
En consecuencia, el autor plantea la
tercera dimensión de la subjetividad posmoderna, es decir, la imaginación
creativa que se orienta en la perspectiva de lo que aún no se goza, de lo
futuro, de realidades no existentes pero ciertamente deseables y en cierta
medida posibles, concepto que muy bien encierra el término “profecía”, de ahí
que los profetas tengan como bandera el cese de la violencia sacrificial y
cultual para que el género humano pueda relacionarse con lo sagrado, por lo que
el sacrificio de Jesús cobra sentido y razón al ser capaz de redimir y en
cierto sentido convertir la realidad violenta en un mundo nuevo, distinto de lo
común.
La imaginación escatológica, en este
apartado, posibilita encontrar a Dios y lo sobrenatural de su entidad en lo más
ordinario y humano que tenemos, en la vida misma, en la historia humana, en las
cosas reproducidas por el intelecto de los hombres, pues así como la poesía y
la profecía logran transmitir la presencia algo más elevado, por así decirlo,
se convierte para nosotros en una experiencia de despojo, porque ya no estamos
solos sino que nos dejamos rebosar por Dios, y esto sería consecuentemente una
experiencia de superabundancia, y parafraseando a san Pablo se evidencia que,
cuando aparentamos ser débiles es cuando somos más fuertes.
Finalmente, el Dios inefable produce en
su gratuidad un acontecimiento originario y amoroso en la humanidad que es la
vida teologal, donde la fe es un conocimiento de Dios sin imágenes porque es
fruto del desapego de la existencia que se reconoce, en medio de la orfandad de
los signos, habitada por una presencia amorosa p. 415, es decir, que la fe
es en definitiva la seguridad en la inseguridad, el sentirnos huérfanos pero
con un padre amoroso, cuidando equilibradamente de, por un lado afirmar absolutamente
a la divinidad, y por el otro negar su presencia-existencia.
Con la segunda virtud teologal, la
esperanza, el autor propone su comprensión desde un “contraer el tiempo”, lo
que viene a significar un detenimiento de las espirales de violencia dentro de
nosotros mismos, en experiencias concretas, cuando por diversas razones
buscamos la venganza de los males sufridos, cambiando así la lógica de la
reciprocidad, y pasando al seguimiento del ejemplo de Cristo, es decir, una
respuesta de amor incondicional.
Por último, la caridad como incesante
donación es palpable en la realidad contada por las víctimas de la historia humana,
pues son ellos los que potencialmente nos manifiestan un amor desde el no poder,
abriendo de esta manera un tiempo mesiánico, con lo cual transforman
paulatinamente las antiguas realidades basadas en el deseo mimético y hacen
posible que el amor se instaure vislumbrando el futuro esperanzador que la fe
nos hace posible a través de la vivencia de la caridad.
P.A
García
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