domingo, 11 de febrero de 2024

Carlos Mendoza-Álvarez Deus inefabilis. La teología de la revelación en clave posmoderna

“DIOS INEFABLE”

         Mendoza-Álvarez inicia este capítulo reflexionando acerca de lo que él llama el eje antropológico de la posmodernidad, donde centra el apartado en la idea del deseo deconstruido, es decir, abierto, en cierta forma vulnerable, constituyéndose de esta manera en una forma universal de subjetividad, pues nuestra existencia es contingente gracias a un don, la vida la hemos recibido como un regalo.

         Este deseo deconstruido, según el autor, es devenido en un deseo mimético, es decir, que en el fondo lo que se desea no es más que una emulación de lo que otros desean -el poder, la dominación- originando así el caos y la violencia, donde se hace necesario culpabilizar a uno “el chivo expiatorio” -según costumbres antiguas- para así justificar al grupo de esta imperfección; aquí cobra protagonismo el cristianismo, que con el sacrificio de Cristo, una víctima que ofrece su vida libremente y que perdona, se vuelca el sentido del deseo y este ya no se orienta a la dominación, sino que por el contrario se presenta desde un “poder del no poder”, lo que origina la anhelada reconciliación. Ahora bien, para el autor, este “deseo redimido” por la víctima perdonadora transluce rayos de ambigüedad, pues la naturaleza humana siempre tendrá como eje determinante un deseo dominador y de la búsqueda de poder.

         Por otro lado, avanzando en el capítulo, Mendoza-Álvarez comenta la idea de una “memoria redimida”, lo que en otros autores es la “memoria subversiva”, que es el recuerdo contado desde la perspectiva de los derrotados, de las víctimas, que ponen a la palestra una reconstrucción de la historia, pues ponen en evidencia los regímenes de opresión de los que dan cuenta como víctimas, en cuyas bajas ciertamente han podido enarbolar las banderas de la libertad. Con la “memoria redimida” el autor no pretende introducir ninguna especie de teoría política que rose con lo utópico, sino que se esfuerza por presentar a las víctimas como entes deconstructores de la ribalidad típica del deseo.

         Jesús de Nazaret, ha dicho el autor, es como el prototipo de la víctima que se entrega libremente, pero que no solo se representa a sí misma, sino que logra cubrir las expectativas de todas las demás víctimas humanas, que no necesariamente tienen que ser religiosas, sino todas aquellas que sufren las consecuencias del sistema social deformado y empecinado por la lucha de poderes y el afán dominador de unos sobre otros por razones de raza, ideología, género, entre otros.

         Ahora bien, Mendoza-Álvarez cree firmemente y así lo expresa en su texto, que una víctima como Jesús no necesariamente era obligatoria, es decir, el sacrificio violento de uno en beneficio de todos no sería el camino correcto a seguir si se quiere lograr la paz, aunque sí reconoce que el sacrificio cruento de Cristo-Víctima recuerda que ya no son necesarias más víctimas y que necesariamente las cosas tienen que cambiar a raíz de la experiencia desconcertante que supuso la muerte de Jesús.

         En consecuencia, el autor plantea la tercera dimensión de la subjetividad posmoderna, es decir, la imaginación creativa que se orienta en la perspectiva de lo que aún no se goza, de lo futuro, de realidades no existentes pero ciertamente deseables y en cierta medida posibles, concepto que muy bien encierra el término “profecía”, de ahí que los profetas tengan como bandera el cese de la violencia sacrificial y cultual para que el género humano pueda relacionarse con lo sagrado, por lo que el sacrificio de Jesús cobra sentido y razón al ser capaz de redimir y en cierto sentido convertir la realidad violenta en un mundo nuevo, distinto de lo común.

         La imaginación escatológica, en este apartado, posibilita encontrar a Dios y lo sobrenatural de su entidad en lo más ordinario y humano que tenemos, en la vida misma, en la historia humana, en las cosas reproducidas por el intelecto de los hombres, pues así como la poesía y la profecía logran transmitir la presencia algo más elevado, por así decirlo, se convierte para nosotros en una experiencia de despojo, porque ya no estamos solos sino que nos dejamos rebosar por Dios, y esto sería consecuentemente una experiencia de superabundancia, y parafraseando a san Pablo se evidencia que, cuando aparentamos ser débiles es cuando somos más fuertes.

         Finalmente, el Dios inefable produce en su gratuidad un acontecimiento originario y amoroso en la humanidad que es la vida teologal, donde la fe es un conocimiento de Dios sin imágenes porque es fruto del desapego de la existencia que se reconoce, en medio de la orfandad de los signos, habitada por una presencia amorosa p. 415, es decir, que la fe es en definitiva la seguridad en la inseguridad, el sentirnos huérfanos pero con un padre amoroso, cuidando equilibradamente de, por un lado afirmar absolutamente a la divinidad, y por el otro negar su presencia-existencia.

         Con la segunda virtud teologal, la esperanza, el autor propone su comprensión desde un “contraer el tiempo”, lo que viene a significar un detenimiento de las espirales de violencia dentro de nosotros mismos, en experiencias concretas, cuando por diversas razones buscamos la venganza de los males sufridos, cambiando así la lógica de la reciprocidad, y pasando al seguimiento del ejemplo de Cristo, es decir, una respuesta de amor incondicional.

         Por último, la caridad como incesante donación es palpable en la realidad contada por las víctimas de la historia humana, pues son ellos los que potencialmente nos manifiestan un amor desde el no poder, abriendo de esta manera un tiempo mesiánico, con lo cual transforman paulatinamente las antiguas realidades basadas en el deseo mimético y hacen posible que el amor se instaure vislumbrando el futuro esperanzador que la fe nos hace posible a través de la vivencia de la caridad.

P.A

García

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