«“LATAE SENTENTIAE”»
Dos años
después del oscuro acontecimiento que involucró una prestigiosa institución
eclesiástica y la vida y fama de 30 de sus miembros -ahora ex miembros muchos
de ellos- me animo a escribir unas palabras de reflexión y, tal vez, de conclusión
valorativa de dichos sucesos. Expreso desde el comienzo que estas no son
palabras de animadversión, sino de idónea transparencia y humilde verdad,
porque la verdad nos hace libres (Cf. Juan 8, 32).
Aclaro
el término “latae sententiae”, que es una expresión latina de uso canónico
para indicar el tipo de excomunión en la que incurre el católico después de
haber cometido “delitos” o faltas específicas; explica el Catecismo (#1463): “Ciertos pecados particularmente graves
están sancionados con la excomunión, la pena eclesiástica más severa, que
impide la recepción de los sacramentos y el ejercicio de ciertos actos
eclesiásticos y cuya absolución, por consiguiente, sólo puede ser concedida,
según el derecho de la Iglesia, al Papa, al obispo del lugar, o a sacerdotes
autorizados por ellos. Para el Código de Derecho Canónico (#1314): una
excomunión “latae sententiae, [significa
que se efectúa de manera instantánea] de
modo que incurre ipso facto [automáticamente] en ella quien comete el delito”.
Las
circunstancias concretas por las que ahora escribo estas palabras son conocidas
por muchos –o desconocidas-, pero no es lugar mi Blog (por ahora), para
relatarlas detalladamente como quisiera. Ya llegará su momento. A continuación
solamente un recuerdo personal, una experiencia dolorosa y un testimonio que
marca la diferencia.
El
viernes 5 de julio de 2019, viví una de las más trágicas experiencias que nunca
pasó por mi mente, recogí mis posesiones (en circunstancias injustas) de la
institución eclesiástica a la que había pertenecido abnegadamente desde el 27
de septiembre de 2013. Fueron 32 cestas llenas de libros las que tuve que
bajar, con la ayuda de unos compañeros, hasta el camión que nos esperaba en la
puerta, para llevarnos la mudanza. Mis compañeros también recogían sus cosas,
también se despedían con dolor de “la casa”.
En
estas circunstancias, hubo alguno que hizo burla de nosotros al vernos en tal
situación, efectivamente se reía porque había logrado sus objetivos más íntimos
y viscerales, vernos salir cabizbajos, después de que nosotros le habíamos
abierto las puertas con natural receptividad, y es que el odio es así,
infundado, no hay razón para odiar, por el contrario hay muchas razones para
amar. Pienso ahora mismo en un nombre y un apellido, que me reservaré, pero que
tampoco vale la pena precisar. Lo advierto aquí no porque guarde alguna
rencilla, sino porque está bíblicamente condenado burlarse de los desgraciados
(Proverbios 17, 5 “Quien se burla de un
pobre, ultraja a su Hacedor, quien se ríe de la desgracia no quedará impune”)
y es menester corregir al que yerra.
Esa
mañana del 5 de julio de 2019, antes de despedirnos del Santísimo Sacramento,
pasamos a despedirnos de un anciano sacerdote, quien se encontraba en su
habitación, conocedor de lo que estaba pasando, sabía que estábamos recogiendo
nuestras cosas, por eso había preferido estar encerrado, pues ciertamente
lamentaba todo aquello.
Cuatro
compañeros nos dirigimos hasta su habitación, le tocamos la puerta con el rigor
de costumbre y de inmediato nos abrió, alguno le manifestó que íbamos a
despedirnos de él, por lo que se tomó unos segundos para sacar de su bolsillo
de la guayabera blanca, unas pequeñas estampas con la imagen del Inmaculado
Corazón de María. Y nos dijo: “donde
quiera que vayan recuerden que tienen una Madre” y empezó a llorar. Luego
levantando su mano derecha nos dijo: “Dios los bendiga” y conmovido cerró la
puerta de su pieza.
Esas
lágrimas valen oro.
Gracias
por todo y por tanto…
05-07-2019
Esta estampa está
fechada el 11 de febrero de 1938, y fue impresa en Alemania, su representación
gráfica es sencilla pero maravillosa, pues retrata a la Santísima Virgen María,
con su rostro sereno, en el pecho su Inmaculado Corazón, coronado de rosas y
traspasado por una espada, sostenido por su mano derecha, y en la izquierda un
notorio lirio con al menos 5 flores. Esa espada que atraviesa el corazón de
María es la mejor representación de la espada de la traición que atravesó aquel
día los corazones de mis compañeros y el mío, sin ser éstos para nada
inmaculados. El dolor que sentimos en aquella oportunidad es totalmente
semejable a lo que la imagen dibuja.
Las palabras que pongo
en cursiva las escribí ese mismo día en el reverso de la estampa, como aparece
en la foto, sabía que aquello no se podía perder de mi memoria, por eso lo
plasmé, porque, como dijo Poncio Pilato “lo
escrito, escrito está” (Juan 19, 22), y estas palabras no sólo están
escritas en un papel, sino en el corazón.
Ahora
bien, el recuerdo doloroso está fundamentado en las irregulares circunstancias
que obligaron nuestro abandono de la casa de formación, y el testimonio
gratificante fueron las palabras y acciones realizadas por este anciano y sabio
sacerdote, quien lloró con nosotros y por nosotros, porque sabía la injusticia
que se estaba llevando a cabo, sin nadie poder hacer nada.
Aquellos que antes
habían jurado frente a Dios ser custodios, guías, padres, maestros y
protectores de nosotros, (porque todo eso significa la palabra formador) no estuvieron allí para
despedirnos y mucho menos se preocuparon por impedir nuestra salida irregular.
Simplemente inclinaron sus cabezas y cerraron sus bocas ante el abuso de poder
y autoritarismo del “jefe” de la casa
(con minúscula), porque el Jefe en realidad es Cristo, Jefe y Señor, a quien no
se puede engañar y a quien verdaderamente le compete juzgar.
Dos años después no ha
habido disculpas, palabras enmendadoras o intento de acercamiento por parte de
ninguno de los “formadores” de aquel
extinto “seminario”. Pero a nosotros
sí nos tocó pedir perdón, reconocer errores, asumir culpas, soportar calumnias
y majestuosas mentiras, arrastrarnos por el suelo suplicando misericordia para
que finalmente nos enviaran a nuestras casas con una “excomunión latae sententiae”, no de derecho, pero
sí de facto. Vivimos en carne propia el ser señalados por todos, juzgados por
todos, el ser considerados “persona non
grata” en el territorio al que habíamos dedicado tantas horas de trabajo y consagración
desinteresada.
Aquel que era la única pero
no la última esperanza de salvación, porque después de él viene el Papa, no nos
comprendió, nos convocó pero no para escucharnos, sino para amonestarnos, no dio
crédito a nuestras palabras, no creyó ni una sola letra de las muchas que le
expresamos con el objeto de esclarecer la situación, pero todo esfuerzo fue en
vano, para él hubo solo una versión certera y creíble, la de la parte
victimizada, cuando en realidad los más vulnerables éramos nosotros y
efectivamente, con pruebas en mano, teníamos la razón en lo que expresábamos y
en lo que habíamos denunciado por escrito. El tiempo nos dará la razón.
Dos años después me
cuestiono a mí mismo, me pregunto si todo esto tiene sentido, si tal vez todo
ha pasado con un propósito, y la respuesta es un SÍ, con mayúsculas. La Sagrada Escritura nos consuela: “Por lo demás, sabemos que en todas las
cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido
llamados según su designio” (Romanos 8, 28). Todo lo sucedido nos ha hecho
más fuertes, porque hemos sido probados como oro en el crisol (Cf. Sabiduría 3,
6) y hemos perseverado, unos en un lugar, otros en otro, unos con mejores
oportunidades, otros más perjudicados pero con más ganas de seguir adelante, y
así…
¿Perdonar?
Definitivamente sí. ¿A quién o quiénes? Muy en primer lugar es preciso perdonarnos
a nosotros mismos, por actuar con ingenuidad, por creer en los que nos decían
apoyar, por pensar que seríamos escuchados en una institución marcadamente
clasificada, donde los de arriba sí pueden hablar, decidir y equivocarse, pero
los de abajo no; y en segundo lugar perdonar a los que nos hicieron daño –en
nombre de Dios y por el supuesto bien de la Iglesia-, porque al igual que los
verdugos romanos, no sabían lo que hacían (Cf. Lucas 23, 34).
La conclusión de todo
esto es que no hay mal que por bien no venga, y “si Deus cum nobis, ¿quis contra nos?”, si Dios está con nosotros,
¿quién contra nosotros? (Romanos 8, 31). Siempre adelante, con la frente muy en
alto, porque la vida es de los que saben levantarse, no de los que se quedan en
el suelo después de una caída, y este escrito es parte de ése “levantarse”, no
vayan a creer que es parte de sentirse uno todavía en la caída, porque no es
así, repito, no es así…
Por los momentos aquí
seguiré, lejos de mi Patria, (exilio producto de la injusticia vivida),
haciendo lo que me corresponde, respondiendo a Dios en la medida que Él lo
permita, porque mi vida está en sus manos y sólo a Él quiero servir, y esto me
parece que ya lo he dejado muy claro, con mis palabras y con mis acciones: soy
de Dios, le pertenezco a Él, quiero vivir y morir por aquel que se ha dignado
escogerme, elegirme, para que forme parte de su enorme ejército de pescadores
de hombres, de salvadores de la humanidad.
No tengo enemigos, no
considero a nadie mi enemigo, ni mi adversario. No compito con nadie, yo no
actúo movido por otro sentimiento que no sea el dar gloria a Dios. Me considero
una persona libre, sin cadenas, una persona como tantas en este mundo a las que
les pasa cosas buenas y cosas malas, afortunadamente han sido más las buenas
que las malas, y de las malas se aprende.
A mis compañeros les
recuerdo siempre en la oración. Con pocos de ellos todavía mantengo alguna
comunicación. La mayoría tomó su rumbo propio, sin mirar atrás, sin estancarse
en nada, por eso me alegro por ellos, porque donde están sé que hacen las cosas
bien, por amor a Dios y a la Iglesia, o al menos espero que así sea.
Que no se nos olvide
orar por las vocaciones sacerdotales y religiosas de nuestra Iglesia Católica,
pero más importante aún, orar por los que están a cargo de esas vocaciones,
para que las valoren, no las maltraten, no las obstinen, les ayuden con el
ejemplo más que con palabras bonitas. Porque para ser sacerdotes no hace falta
solo la vocación divina, también es necesaria la vocación canónica, que es
aquella que se da cuando un candidato es llamado por el obispo para formar
parte del Orden Sacerdotal.
“Porque muchos son llamados, pero pocos escogidos”
(Mateo 22, 14).
P.A
García
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