MIGRANTIUM
“Amigos, que sois hermanos,
¿por qué os maltratáis uno a otro?”
(Hechos 7, 26)
Afortunadamente “Dios no se muda” y “quien a Dios tiene,
nada le falta”, porque “solo Dios basta”. A continuación unas palabras de consuelo
para todos aquellos que –como yo ahora- viven en situación de migrantes en los diversos
países del mundo. Estas palabras pueden tomarlas como una meditación o lectura
espiritual, ya que, en miras a consolar y brindar esperanzas, han sido citados
los textos de la Biblia y del Magisterio de la Iglesia Católica.
Valga este contenido, de igual manera, para hacer un llamado
de atención a todos aquellos entes que se ven implicados en la Teología del Migrante, podríamos citar
–por ejemplo- a los Gobiernos de las naciones, sin embargo, la exhortación va
dirigida específicamente a los miembros de la Iglesia: obispos, sacerdotes y
laicos, para preguntarles ¿qué están haciendo en la actualidad para responder
desde la fe al fenómeno migratorio?, o si tal vez ¿conocen los lineamientos
pastorales que la Iglesia propone?
Abraham, “el padre de todos los creyentes”, es decir,
nuestro padre en la fe, fue un migrante por vocación. Por la fe, Abraham
obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin
saber a dónde iba (Gn 12, 1-4), viviendo como extranjero y peregrino en la
Tierra prometida (Gn 23, 4). Dios obró grandes cosas a través de este migrante,
porque él tuvo fe. La experiencia vivida por Abrahan y sus descendientes,
sirvió para que Dios precisara en su amor el justo trato para con los
migrantes, es así como en Éxodo 22, 20 se manda: “No maltratarás al forastero, ni le oprimirás, pues forasteros fuisteis
vosotros en el país de Egipto”. A Dios llega el lamento del extranjero.
En los Hechos de los Apóstoles, con el discurso de Esteban (7,
2-53) se tiene un resumen de la historia de la salvación en la que, el fenómeno
migratorio posee un papel en los planes de Dios, a saber: el primero en salir de
su tierra por mandato divino fue Abrahan, sabiendo que sus descendientes
residirían como forasteros en tierra extraña, les esclavizarían y les maltratarían
durante cuatrocientos años, pero esto nunca fue bien visto a los ojos de Dios.
Luego, con la historia de José, vendido por sus hermanos a Egipto,
Dios protege de manera especial al inmigrante, pues estaba con él y le libró de
todas sus tribulaciones, dándole gracia y sabiduría ante el rey de Egipto quien
e confió un puesto en su gobierno. Estabilizado José, sobrevino hambre y gran tribulación
en Canaán; sus hermanos no encontraban víveres, pero al oír que había trigo en
Egipto fueron y José se dio a conocer, mandó a buscar a su padre y a toda su
familia, un total de 75 personas.
El pueblo se multiplicó en Egipto, hasta que llegó un rey
que no se acordó de José, este obró contra los extranjeros, y en esta coyuntura
nació Moisés, que fue recogido por la hija de Faraón, criándole como hijo suyo.
Moisés con cuarenta años, fue a visitar a los israelitas, y al ver que uno de
ellos era maltratado, tomó su defensa y vengó al oprimido matando al egipcio. Luego
se les presentó mientras estaban peleándose y trataba de ponerles en paz
diciendo: “Amigos, que sois hermanos,
¿por qué os maltratáis uno a otro?” Moisés fue descubierto como asesino y huyó
al desierto.
En Abrahan, José y Moisés tenemos los tres testimonios
bíblicos del Antiguo Testamento, en los que los planes de Dios con estos
migrantes van dirigidos de manera estrecha con sus destacadas labores en la
historia de la salvación, pues, como hemos visto, cada uno aportó lo que tenía
para responder al llamado de Dios. Abrahan fue migrante por vocación, José lo
fue a la fuerza, y Moisés, aun habiendo nacido en tierras de Egipto, se sentía
comprometido con su linaje y se consideraba extranjero.
En la historia bíblica, el fenómeno migratorio está presente
por voluntad de Dios. El segundo libro del Texto Sagrado, lleva el título de
Éxodo, que significa salida o liberación. Este libro es considerado la travesía
de liberación del pueblo oprimido, de ahí que el término “éxodo” sea también empleado
en el gran desplazamiento de personas desde sus naciones de origen hacia otras,
pues la migración actual es una auténtica liberación de los males que los
hombres viven en sus tierras.
El Catecismo de la Iglesia Católica (#2241) suplica
encarecidamente que: “Las naciones más
prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que
busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de
origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que
coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben”. Aquí sale a
flote el “deber” de las naciones más prósperas: recibir y no rechazar; y más
adelante el mismo numeral deja claro los “deberes” de los migrantes: “El inmigrante está obligado a respetar con
gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer
sus leyes y contribuir a sus cargas”.
Es de suponer que, si una persona afligida sale de su patria
y es acogida en otra nación, su actitud debe ser siempre de agradecimiento y
respeto por esa oportunidad que se le está brindando. Si en su país de origen
se esforzó por cumplir la ley, en el nuevo país que le recibe debe poner mayor
atención y estar atento para no incumplir las normas, es más, debe interesarse
por conocer la realidad social, cultural, política y económica que le abre sus
puertas, para valorarla, comprenderla y respetarla.
Vemos que la Iglesia exhorta a los Gobiernos a
responsabilizarse de los migrantes, pero ella misma tiene una herramienta
pastoral aplicable con la realidad migratoria, por eso el Código de Derecho Canónico
(#518), expresa la posibilidad de “constituir
parroquias personales en razón del rito, de la lengua o de la nacionalidad de
los fieles de un territorio, o incluso por otra determinada razón, esto para
garantizar la eficaz atención espiritual de extranjeros que por diversos
motivos se han incardinado lejos de sus naciones de origen”.
El mismo Código (#529), en el parágrafo 1, manifiesta los
deberes de los párrocos, indicándoles que “-para
cumplir diligentemente su función pastoral- deben dedicarse con particular
diligencia a los pobres, a los afligidos, a quienes se encuentran solos, a los
emigrantes o que sufren especiales dificultades”. Y en relación con el (#518),
se invita en el (#568) a constituirse, en la medida de lo posible, “capellanes para aquellos que por su género
de vida no pueden gozar de la atención parroquial ordinaria, como son los
emigrantes, desterrados, prófugos, nómadas, marinos”.
En el Código de Derecho Canónico evidenciamos la
preocupación pastoral por parte de la Iglesia para con los migrantes, en
principio abogándose por su diligente atención pastoral (espiritual), sin
embargo, el bienestar material de éstos también es un foco de atención al que
se pueden dedicar obras concretas desde la Iglesia, como se verá más adelante.
El Concilio Vaticano II, en su Decreto “Ad gentes” (#15), sobre la actividad misionera de la Iglesia, exhorta
“a todos los pueblos a cultivar como
buenos ciudadanos verdadera y eficazmente el amor a la patria, evitando
enteramente el desprecio de las otras razas y el nacionalismo exagerado, y
promoviendo el amor universal de los hombres”. Este documento advierte las
consecuencias de un exagerado nacionalismo: el desprecio de las otras razas,
concluyendo que, por sobre todas las cosas está el amor universal de los
hombres, donde se engloba el natural aprecio por los extranjeros.
De igual forma el Decreto “Presbyterorum ordinis” (#8), sobre el ministerio y la vida de los presbíteros,
recomienda a los sacerdotes “no olvidar
la hospitalidad, practicar la beneficencia y la asistencia mutua,
preocupándose, sobre todo, de los que están enfermos, afligidos, demasiado
recargados de trabajos, aislados, desterrados de la patria y de los que se ven
perseguidos”. Este numeral comprende que también dentro del clero se da el
fenómeno migratorio, para lo cual se plantea la vivencia de la fraternidad
entre los presbíteros.
El mismo Concilio, en el Decreto “Christus Dominus” (#16), sobre el ministerio pastoral de los obispos,
anima a los pastores a “procurar mejor el
bien de los fieles, según la condición de cada uno, […]. Los obispos deben
mostrarse interesados por todos, cualquiera que sea su edad, condición,
nacionalidad, ya sean naturales del país, ya advenedizos, ya forasteros. En la
aplicación de este cuidado pastoral por sus fieles guarden el papel reservado a
ellos en las cosas de la Iglesia, reconociendo también la obligación y el
derecho que ellos tienen de colaborar en la edificación del Cuerpo Místico de
Cristo”. Este numeral pone de manifiesto que la atención pastoral de los
obispos no mira nacionalidades, además reconoce el deber y derecho de los
migrantes a colaborar en las iglesias de los países que les reciben.
Un migrante católico, donde quiera que se ubique, tiene el
deber y el derecho de poner al servicio de la iglesia local sus dones y
carismas. Pensemos en tantos catequistas, misioneros, cantantes católicos que
han dejado sus países y pueden seguir sirviendo a la Iglesia Universal desde su
situación. A estas personas no se les debe negar la posibilidad de desempeñarse
activamente en la vida eclesial, pues la Iglesia es una sola y en razón de la
fe somos hermanos, hijos de un mismo Padre.
En el Decreto “Apostolicam
Actuositatem” (#11), sobre el apostolado de los laicos, el Concilio anima a
los fieles católicos en su tarea a “poder
adoptar como hijos a niños abandonados, recibir con gusto a los forasteros […]
procurarles los medios justos del progreso económico”. Tres realidades tan
concretas se viven en el fenómeno migratorio: adopción de niños, recepción de
forasteros y su justo progreso económico. La acción pastoral de la Iglesia que
los laicos deben realizar, contempla el esfuerzo que deben poner por recibir
como hermanos a los migrantes. Un católico no mira nacionalidades, ama a todos
por igual, pues todos “somos ciudadanos
del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo”,
(Filipenses 3, 20).
Las palabras de los Papas iluminan en todo momento las
realidades temporales de la humanidad. El Santo Padre Francisco en su
Exhortación Apostólica “Gaudete et
exultate” (#103), reflexiona sobre la situación de los migrantes y al
respecto recuerda la cita del Levítico (19, 33-34): “Si un emigrante reside con vosotros en vuestro país, no lo oprimiréis.
El emigrante que reside entre vosotros será para vosotros como el indígena: lo amarás
como a ti mismo, porque emigrantes fuisteis en Egipto” y continúa el Romano
Pontífice aclarando: “Nosotros también,
en el contexto actual, estamos llamados a vivir el camino de iluminación
espiritual que nos presentaba el profeta Isaías cuando se preguntaba qué es lo
que agrada a Dios: ´Partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin
techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces
surgirá tu luz como la aurora´ (58, 7-8)”. La asistencia a los necesitados
borra pecados.
El hoy papa emérito Benedicto XVI, en una de sus alocuciones
en el Vaticano expresó su oración por todos aquellos que, a menudo por la
fuerza deben abandonar el propio país o son apátridas, sin nacionalidad, pidió
para ellos solidaridad, y rezó por todos los que hacen lo posible para proteger
y ayudar a estos hermanos en situación de emergencia, exponiéndose a graves
dificultades y peligros. La oración de toda la Iglesia tiene presente a los
migrantes ya quienes les brindan ayuda oportuna.
Francisco ha dicho que en los migrantes no hay que ver una
amenaza, sino personas que pueden aportar mucho a las sociedades que los
acogen. El Romano Pontífice ha explicado que todas las personas tienen derecho
a desarrollarse, por eso la emigración es una puerta a la esperanza de muchos
que en sus países no encuentran oportunidades. Según Francisco, para la Iglesia
nadie es extranjero, porque la dignidad de las personas no depende de su
religión, etnia o capacidad productiva. El Papa cree firmemente que los migrantes
recuerdan la necesidad de erradicar la desigualdad, la injusticia y la
opresión.
El 24 de diciembre de 2017, el Papa Francisco denunció el
drama de los migrantes en el mundo, dijo que a menudo son expulsados de sus
tierras por dirigentes dispuestos a derramar sangre inocente, hizo un llamado a
la caridad y a la hospitalidad, pues según el mismo Evangelio, María y José les
tocó huir debido a un decreto romano y en sus pasos se esconden las huellas de
tantas familias que en nuestros días se ven obligadas a abandonar sus países,
además reconoció que esa migración, en muchos de los casos, está cargada de
esperanza y en otros es sobrevivencia.
Los nacionales que están en posibilidades de brindar ayuda
económica o de cualquier índole a extranjeros, aunque ésta sea poca (limosna),
deben hacerlo sin tanto discernimiento, pues está mandado por Dios: “Cuando siegues la mies en tu campo, si dejas
en él olvidada una gavilla, no volverás a buscarla. Será para el forastero, el
huérfano y la viuda, a fin de que Yahveh tu Dios te bendiga en todas tus obras”,
(Dt 24, 19). Y que no quede duda de esto, Dios “ama al forastero, a quien da pan y vestido”, (Dt 10, 18).
A quienes han perseverado hasta aquí en la lectura de este
tema, concluyo recordándoles que para Dios no existen nacionalidades, en Dios
todos somos iguales y tenemos el mismo derecho y deber de amar y ser amados: “Así pues, ya no sois extraños ni
forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios”, (Efesios
2, 19).
P.A
García
Eres un paria de la iglesia católica, ahora como Abraham deberás seguir a tu Dios y hacer tu propio camino a tierras desconocidas y fundarte allí en iglesia.
ResponderEliminarNo soy ningún "paria", porque en la Iglesia Católica no hay castas. Todos los bautizados gozamos de la misma dignidad: somos hijos de Dios.
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