THE
LIVE IS GREAT
“¿De qué le servirá al hombre ganar el
mundo entero, si arruina su vida?”
(Mateo 16, 26)
En estos últimos meses hemos sido
testigos en primera persona de la pandemia mundial ocasionada por el COVID-19, que
ha generado una emergencia sanitaria en la que, lamentablemente se ha perdido
la vida de miles de personas, la mayoría de ellas débiles en su organismo,
razón por la cual no pudieron resistir la violencia con la que ataca esta
enfermedad; sin embargo, en otros casos, las pérdidas han ido relacionadas con
la falta de oportuna atención médica, ya sea por negligencia de los mismos contagiados
o por la innegable escasez de insumos necesarios para combatir el virus, pues
no podemos ocultar que no todas las naciones están en capacidad de responder
eficazmente a este tipo de calamidades. Ante este doloroso panorama cabe
preguntarnos si en verdad hemos sido lo suficientemente cuidadosos, como para
evitar la propagación de este mal que nos azota y salvar nuestra vida y la de
los demás.
La importancia de la vida humana la
podemos comprender –paradójicamente- cuando somos testigos del nacimiento de un
bebé o cuando sufrimos la muerte de un ser querido o amigo, pues en ambas
situaciones se pone de manifiesto el inmenso poder de Dios y las naturales limitaciones
que como seres creados tenemos en cuanto al milagro de la vida. Sí,
limitaciones, pues todos deseamos ver con orgullo a un niño recién nacido sano,
con todos sus órganos, dispuesto a recibir nuestro amor y atención, queremos
verlo crecer, desarrollarse y realizarse como persona, pero no siempre estamos
en la capacidad de garantizarlo. En el caso de un fallecimiento, nadie quiere
ver partir a un ser querido y ante la inminencia de la muerte muchas veces
estamos de brazos cruzados, pues, aunque existan métodos científicos para
garantizar la prolongación de nuestra existencia, no todos pueden acceder a
ellos por razones pecuniarias, por lo que la muerte es como el nacimiento, un
evento natural que nos trae a la mente la importancia de la vida.
Dios es el autor de la vida, así lo
reconocemos desde la fe cristiana. La existencia humana y la vida en general
son consecuencias del amor y la misericordia de nuestro Creador. Cada persona
está comprometida a responder por su vida delante de Dios, pues Él sigue siendo
su soberano Dueño; por nuestra parte estamos obligados a recibirla con gratitud
y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. De la vida
no somos más que administradores y no propietarios (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2280).
El instinto de supervivencia que
evidenciamos en los animales, debe recordarnos la vocación a la vida que
llevamos impresa en el alma, pues así como estas criaturas se protegen de los
peligros e incluso se enfrentan a ellos para resguardar a sus crías, del mismo
modo nosotros –animales racionales- debemos estar decididos por la vida,
apostar por ella, valorándola como regalo de Dios y haciendo todo lo posible
para conservarla, en primer lugar la propia y también la de los demás. Esto
para el cristiano es una obligación grave.
Así como la importancia de la vida la
vemos en el nacimiento o en la muerte de una persona, en la enfermedad también
encontramos un camino privilegiado para reconocer el don de Dios en nosotros.
En esta pandemia mundial que todavía estamos atravesando, han sido muchas las
personas que han comprendido el valor de la salud, pues nadie sabe lo que tiene
hasta que lo pierde. En este sentido, la moral cristiana nos anima a reconocer
la vida y la salud física como bienes preciosos confiados por Dios, por lo que
estamos llamados a cuidar de ellos razonablemente teniendo en cuenta las
necesidades del prójimo y el bien de la sociedad (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, 2288).
En la conciencia de un buen cristiano
no puede haber espacio para la duda en la toma de decisiones que afecten
directamente la salud y por ende la misma vida. En tal sentido, y en respuesta
a la actual pandemia, se trae a la palestra necesariamente el tema de la
importancia de la vida, pues vemos cómo muchas personas no están acatando con la
rigurosidad necesaria las medidas sanitarias que los organismos competentes han
determinado para disminuir el riesgo de contagios y de esta manera proteger la
vida de los ciudadanos, de manera especial los más vulnerables. En este
sentido, un cristiano que frecuenta lugares concurridos o que simplemente sale
a la calle sin la debida protección, está contradiciendo su fe, pues con sus
actos demuestra que no valora su vida ni la de los demás. Este cuidado debe ser
mayor cuando bajo nuestra responsabilidad está la vida de otros, como los
padres con sus hijos, etc.
Las disquisiciones sobre la salud de la
humanidad han sido tan numerosas como variadas. Al respecto, desde el
Magisterio de la Iglesia Católica se ha hablado claramente, tal es así que
hemos visto al Romano Pontífice participando en la vacunación contra el
coronavirus, animando a los demás a someterse a este tratamiento con plena confianza
en la ciencia médica, ya que en algunas regiones del mundo se ha puesto en tela
de juicio la autenticidad de la rectitud de intenciones que han motivado el
estudio, logro y difusión de dichas dosis. Desde la Iglesia solo se puede
aclarar que se atenta contra la vida humana cuando existe la negativa de
participar en jornadas de inmunización, de igual manera se hace el llamado de
atención, para que los privilegiados en este proceso sean los pobres, los
menesterosos, los menos aventajados para la sociedad. En todo caso, se respeta
la libertad de la persona humana en la toma de decisiones.
Los medios de comunicación nos han
saturado en informaciones referentes al caos que ha traído consigo el actual
desajuste sanitario, y aparentemente en la perspectiva de la economía, el
turismo, la educación, la salud, entre otras índoles, las pérdidas han sido
incomparables, pero lo que no nos han dicho las redes es que desde el lecho de
la enfermedad el cristiano tiene la gloriosa oportunidad de ofrecer sus
sufrimientos a Dios por las intenciones que él considere convenientes,
colaborando de esta manera con el misterio de la redención obrado de una vez y
para siempre con el sacrificio cruento de la Cruz y renovado en cada
Eucaristía, sacrificio incruento. Aquí está la diferencia entre los pensamientos
del mundo y el pensamiento de Dios.
El creyente puede vivir la enfermedad
desde un punto de vista esperanzador, sabiendo que “el corazón alegre mejora la salud” (Proverbios 17, 22), por lo que
sus actitudes ante el sufrimiento han de ser como las de Cristo, es decir,
sabiendo que Dios no abandona en el olvido la vida de sus hijos y de manera
especialísima la plegaria de quien sufre, de los enfermos, de los niños, los
abandonados. El padecimiento de una enfermedad es también un camino, a veces
necesario y justo, para que comprendamos que la vida es frágil y se nos puede
escapar de las manos. Las enfermedades nunca son un castigo de Dios, pero estas
sí pueden ser consecuencia –en algunos casos- de la irresponsabilidad de
nuestras propias acciones. Despreciar la salud es no valorar la importancia de
la vida y esto, sin titubeos, desagrada a nuestro Señor, sabiendo también que,
según la santísima voluntad de Dios, no hay mal que por bien no venga.
En las Sagradas Escrituras están
eternizadas las palabras divinas por las que Dios perpetúa la importancia de la
vida humana: “no matarás” (Éxodo 20,
13); esta frase, enclavada en el quinto puesto de nuestro Decálogo de amor, que
son los diez mandamientos, nos recuerda el valor de la existencia, pues la
sacralidad de la vida humana se tiene en razón de que desde su comienzo es
producto de la actividad creadora de Dios, permaneciendo estrechamente en
relación con el Creador, que es su único fin (cf. Donum vitae, 5), es decir, de Dios venimos y hacia Dios vamos, y
todo aquello que atente contra la vida, por ejemplo la desidia por la salud en
tiempos de pandemia, incumple el oráculo bíblico “no matarás”, y en este
sentido es preciso recordar que la lucha en contra de pecados como el aborto,
la eutanasia, el homicidio o el suicidio, por nombrar unos pocos, poseen gravedad
moral en la defensa de la vida. El cristiano está llamado a vivir la vida en
plenitud.
En la importancia de la vida humana no
solo nos atañe lo que podemos hacer por evitar lo que la amenaza, sino también es
menester procurar lo que la mantiene, lo que garantiza la vida, como la
familia, por ejemplo, que es la institución más oportuna para que la vida se
origine, se mantenga y se difunda. Lo que atente contra la familia repercute
contra la vida misma, pues la familia es la célula de la sociedad, como lo
proclamaba solemnemente san Juan Pablo II. Podemos estar seguros de que desde
la fe cristiana estamos haciendo lo correcto por preservar la vida, no solo
condenando el homicidio o el aborto, sino precisando con definitiva seguridad y
como universal aseveración que solo podemos llamar matrimonio –en relación a la
familia- a la unión en el amor entre un hombre y una mujer: “por eso deja el hombre a su padre y a su
madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Génesis 2, 24).
El relativismo actual nos hace pensar
que cualquier cosa está bien, o peor aún, que lo que siempre ha sido bueno, es
decir, lo correcto, deja de ser así y se suele transpolar para justificar
actitudes que no son las más correctas, en estas circunstancias los cristianos
debemos estar seguros de que –como lo precisaba Benedicto XVI- la verdad no la
determina el voto de la mayoría, por lo que no es discriminación reconocer que
ciertas ideologías atentan directamente contra el valor y la importancia de la
vida humana. Desde la moral cristiana no podemos aceptar cualquier opinión
sobre la vida, por muy científica o fundamentada que parezca. Dios es un Dios
de vivos, no de muertos.
Ante el inmenso abanico de
cuestionamientos que bombardea la conciencia de los hombres en nuestros días,
el cristianismo, o la fe en Jesucristo, que es lo mismo, propone una
alternativa eficaz para superar adversidades y encontrar el sentido de la
existencia humana, tal como lo refiere el Papa Francisco, “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que
se encuentran con Jesús” (Evangelii
Gaudium, 1). Valorar la vida desde la perspectiva evangélica significa
creer que tenemos un propósito firme en este mundo, actuar movidos por una
vocación celestial que todos hemos recibido, ser santos. No es lo mismo vivir
sin Dios, a merced de nuestras pasiones, que vivir en la santidad que Dios nos
exige, santidad que no es otra cosa que Él en nosotros. Las palabras de la fe
nos dan esperanza y nos ayudan a comprender que en la vida el primer llamado es
a la santidad, viendo alrededor e identificando a tantas personas que creen,
como nosotros, que un día volveremos al seno de nuestro Padre Celestial, con
los santos, aunque “quizá su vida no fue
siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron
adelante y agradaron al Señor” (Gaudete
et exultate, 3).
Los que tenemos fe somos de alguna
manera privilegiados por Dios, ya que la fe es un don suyo, don que nos permite
ver la vida desde una perspectiva sobrenatural, con los pies bien puestos en la
tierra, pero con la mirada fija en el cielo, esa realidad espiritual a la que
todos estamos convocados desde la recepción del bautismo sacramental, ese cielo
que es definido por la fe como la fiesta que no tiene fin. La fe nos garantiza
aquello que no podemos ver, pero que de alguna manera sí podemos sentir. Dios
se vive, el Señor se manifiesta en nuestras vidas a cada instante, en cada
momento, basta con detenernos y reconocer que sin Él nada podemos hacer, porque
“en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos
17, 28).
La lucha es anticristiana, toda acción
bélica es producto de un corazón sin amor, sin embargo, en la vida del
cristiano debemos tratar sin tabúes el tema del “combate espiritual”, pues
ciertamente nos encontramos en constante amenaza, somos tentados por el padre
de la mentira, que nos quiere alejar de Dios induciéndonos al pecado, para
apartar de nosotros la gracia divina y así debilitarnos por completo. Aquel que
realmente valora su vida es capaz de comprender –como lo hizo san Pablo- que
todo nos es lícito, pero no todo nos conviene para nuestra salvación (cf. 1
Corintios 6, 12), de ahí que seamos conscientes de que en la vida hay momentos
en los que debemos tomar decisiones, las cuales determinarán el rumbo de
nuestra existencia en la medida que seamos constantes en los propósitos y metas
trazadas. La juventud, por ejemplo, es la época “más adecuada para entender la vida como lucha, […] [debemos] fortalecer en la juventud la conciencia de
que una vida humana sólo se realiza a través de la lucha” (Loring, 2004, p.
487), la lucha entre el bien y el mal, la pugna entre nuestra vocación a la
santidad y nuestra humanidad marcada por el pecado original.
Si bien es cierto que cuidando de
nosotros, de nuestra integridad espiritual y humana, cuidamos a los demás,
también lo es que respetemos el ambiente, la naturaleza que es obra de las
manos de Dios, obra buena, pues en un mundo destruido por la contaminación, o
por la corrupción, difícilmente se darán las condiciones necesarias para que el
hombre se desarrolle con todas sus potencialidades. El amor por Dios, por el
prójimo y por nosotros mismos, debe ir en equilibrio con el amor por la
creación, y lo debemos hacer no solo porque nos conviene, sino además porque ha
sido un mandato del Señor: “Creó, pues,
Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los
creó. Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: ´Sed fecundos y multiplicaos y henchid
la tierra y sometedla´” (Génesis 1, 27-28), en este sentido, someter la
tierra no es destruirla, es conservarla, pues nuestra vida depende de ella, es
más, estamos más relacionados con la tierra de lo que frecuentemente
imaginamos, pues “eres polvo y al polvo
tornarás” (Génesis 3, 19).
La espiritualidad cristiana en relación
con la importancia de la vida, como ya hemos visto, abarca un sinnúmero de
cuestiones, pasando desde el amor propio, como cuando valoramos nuestra salud,
hasta considerar el cuidado de la Casa Común un deber de la humanidad, es así
como el santo de Asís agradecía a Dios por todas las cosas creadas, porque las
consideraba hermanas suyas, pues con ellas supo convivir y, sobretodo,
comprendió que en este mundo nos necesitamos unos a otros.
Finalmente, es preciso mencionar la
importancia de la vida espiritual, teniendo ya claro el valor de la vida
física. En este campo, lo que la teología bíblica nos aporta es bastante
profundo, pues desde la Palabra de Dios, la vida no termina con la muerte, sino
que, por el contrario, es cuando realmente comienza. La fe nos ayuda a
comprender que en este mundo estamos simplemente de paso, de ahí que nos
llamemos militantes de la Iglesia Peregrina, esperando gozar de llegar a la
Iglesia Triunfante en el cielo, tal vez pasando por la Iglesia Purgante que se
purifica de toda mancha de pecado. Esta vida es un simple paso que nos pondrá
en relación, después de morir, con la realidad de la vida eterna en Dios, pero
ya desde ahora podemos vivir anticipando la plenitud de esta vida, y esto lo
logramos cuando conocemos a Cristo, de quien él mismo dijo que era el verdadero
“Camino, la Verdad y la Vida” (Juan
14, 6).
Si para nuestra hambre tenemos a
disposición los alimentos, o para nuestras enfermedades tenemos al alcance las
medicinas, así mismo para nuestra necesidad espiritual tenemos lo que
necesitamos y que ha sido dado por el mismo Dios. Un ejemplo de alimento
espiritual sería la lectura bíblica, que siembra en nosotros la semilla que va
germinando sin que nos demos cuenta, y a la larga da sus frutos. Otro ejemplo,
el más necesario es la recepción de la Sagrada Comunión, la cual es posible
cuando participamos del Santo Sacrificio de la Misa, pero, en estos días de
pandemia, muchos templos han cerrado sus puertas como medida de prevención, por
eso tenemos para nuestro bien la práctica de la Comunión Espiritual, en la que
pedimos a Dios que venga a nosotros para sentirnos fortalecidos por su
presencia divina. Orar es también la mejor medicina, para mantener la vida
espiritual activa, sin embargo, donde hay obras de caridad, podríamos decir,
hacemos presente a Dios, como lo reafirma la sentencia latina “ubi caritas et amor Deus ibi est”,
donde hay caridad y amor ahí está Dios.
Aprovechemos este tiempo de cuaresma,
que hemos iniciado con el pasado Miércoles de Ceniza, para aumentar nuestro
amor y compromiso por la defensa de la vida física y espiritual, ya que ambas
son tan necesarias como la fe y la razón. Ahora más que nunca, los cristianos
estamos llamados a defender la vida de los más débiles, los que la sociedad ha
dejado en vulnerabilidad, los pobres, los enfermos, los migrantes, aquellos en
quien se manifiesta Cristo necesitado, ultrajado, humillado, abandonado,
pisoteado, casi sin rostro humano.
En nuestra oración personal demos
gracias a Dios porque tenemos vida y salud, pero, si de repente estamos pasando
por alguna dificultad, que sepamos pedir a Dios lo que más nos conviene, tal
como lo dicen las palabras del Señor, “hágase
tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mateo 6, 10), esta es la
oración que más agrada a Dios, la que se hace con confianza, abandonando
nuestras vidas en Él, que es omnipotente y en el llamado a existir no nos deja
solos. Con la santa carmelita digamos confiados “quien a Dios tiene, nada le falta, porque solo Dios basta”.
P.A
García
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