FÉRIA QUARTA CÍNERUM
Una de las celebraciones litúrgicas más
populares dentro del catolicismo es el “Miércoles de Ceniza”, donde se impone
en la frente de los fieles la ceniza hecha de las palmas benditas en la Semana
Santa del año anterior. En este año 2021, por disposición de la Santa Sede, no
se impondrá en la frente, sino que será en la cabeza (coronilla), costumbre
romana más próxima al sentido bíblico.
La liturgia de este día propone dos
frases para la imposición de la ceniza, la primera es tomada de Marcos 1, 15: “Paenitemini et credite evangelio” lo
que significa Convertíos y creed en el
Evangelio; y la segunda es tomada del Génesis 3, 19: “Pulvis es et in pulverem reverteris” que quiere decir Acuérdate de que eres polvo y al polvo
volverás.
En el presente artículo no haré una reflexión teológica
sobre este particular, sino que me limitaré a compartir con ustedes tres
experiencias que he vivido en los Miércoles de Ceniza, en los que, con permiso
del párroco de mi pueblo, he colaborado con la imposición de la ceniza,
sacramental tan llamativo para la mayoría de los creyentes.
El
terror de los niños:
La primera vez que ayudé a imponer la
ceniza (2014), fui enviado por mi párroco al Preescolar del pueblo, donde me
esperaba la directora para acompañarme por las aulas en las que debía imponer
la ceniza a todos los niños, exceptuando aquellos cuyos padres no profesaban la
fe católica. En uno de los salones, al entrar, noté que esos niños eran los más
pequeños de la casa, los del primer nivel. Saludé a la docente, quien ya les
había explicado a qué se debía mi sorpresiva presencia.
Los niños hicieron una columna frente a la silla en la cual
debían subirse, con la ayuda del docente, para así poder imponerles la ceniza,
de lo contrario tendría que sentarme, pero ciertamente convenía lo primero,
pues lo segundo me dejaba ver un tanto perezoso, aunque le daba solemnidad al
acto. Al parecer todo iba bien hasta que un niño rompió el sacro silencio con
un gran alarido, y al salir corriendo hacia una esquina del salón, pedía a
gritos que no le hicieran nada. La escena nos pareció graciosa, pero para aquel
pequeño era realmente aterradora.
Seguido de él, en fraterna queja se le unieron en el llanto
otros niños, como para no dejarlo solo, y en aquel salón no se pudo hablar más.
Apenado por lo ocurrido decidí ir a los demás salones, mientras tanto la
docente se encargó de calmar aquel apocalipsis colmado de llanto y
desesperación. Casi al salir de la institución, volví al salón de los
protestantes. Los niños se habían calmado y pude imponerles la ceniza.
La docente me comentó que los niños por un momento pensaron
que la ceniza les iba a quemar la frente, razón por la cual estaban dispuestos
a morder y dar patadas con tal de no sufrir al sentir mi pulgar rozándoles la
frente en forma de cruz. Comprendí que a los niños hay que explicarles las
cosas con mayor tacto, incluso en años posteriores, la primera en recibir la
ceniza era la docente, para que así los alumnos se animaran sin temor.
Un
nonato despreciado:
En otra oportunidad, tenía que ir a la Escuela del pueblo
para imponer la ceniza a los estudiantes, se había preferido así y no llevar a
los alumnos a la Iglesia, pues era difícil dominarlos. El padre me había dado
serias indicaciones de no detenerme en la calle a imponer la ceniza al que me
lo pidiera, pues no era lo conveniente. Muchos en el pueblo querían aprovechar
la oportunidad al verme pasar, para así evitar la misa de la tarde, que era
multitudinaria y un tanto fatigosa por lo pequeño que es el templo parroquial.
Al salir del templo me encaminé directamente hacia la
Escuela, casi sin mirar a los lados. No pude evitar a una persona que me
encontré de frente, y como vio que yo vestía la sotana y llevaba en la mano la
tarrina con las cenizas, me pidió que se la impusiera. Lo hice con rapidez,
incumpliendo el consejo del sacerdote.
Continué mi camino decidido a no faltar ni una vez más a lo
encomendado, de repente observo con el rabillo del ojo que alguien me estaba
llamando desde un vehículo que transitaba en ese momento por la calle. Reconocí
a aquella persona, era un familiar lejano, pero no me detuve, seguí caminando.
Pensé que quería la ceniza y yo no podía detenerme.
Un año después, es decir, en el siguiente Miércoles de
Ceniza, aquella persona se me acercó al final de la misa de 5:00 p.m. para
recordarme lo que había pasado el año anterior. Entre lágrimas me explicó que
ese día, cuando me llamaba desde el vehículo, venía del hospital, pues había
perdido un bebé y, anímicamente destrozada por eso, quería conversar conmigo
para desahogar su pena. Le expliqué el por qué no pude detenerme pero,
evidentemente mis razones no justificaban mi actitud. Comprendí que por encima
de la norma está la caridad. Nada me hubiese costado detenerme un instante para
saber qué quería aquella persona. A lo mejor no era necesario decirle nada, tal
vez bastaba solo con escucharla.
El
demonio impone la ceniza:
La primera experiencia que les acabo de contar me sucedió en
el Preescolar, la segunda de camino a la Escuela y esta tercera en el Liceo del
pueblo. Esta vez no llevé la sotana, eran las 11:00 a.m. y como tenía que
caminar desde la iglesia hasta el liceo, para evitar que la gente se animara a
recibir la ceniza en la calle, decidí no llevar el hábito talar.
En el liceo me esperaba la directora, quien rápidamente
organizó a los docentes y alumnos para que se formaran delante de mí. Era la
primera vez que entraba a aquella institución. Frente a la Dirección hicieron
la columna y uno a uno fue pasando. Transcurridos unos minutos observo que un
estudiante quiso adelantarse en la cola, para pasar más rápido, pero fue
noqueado inmediatamente por un fuerte golpe en el estómago que lo dejó privado
en el piso; aturdido dejé de imponer la ceniza y fui a recoger a aquel
jovencito, quien casi no se podía levantar, una docente reprendió al agresor y
yo por mi parte impuse la ceniza al lloroso estudiante, para dejarlo marchar y
evitarle más vergüenza delante de los impíos compañeros que no tardaron en
estallar en risas burlonas. El agresor fue ubicado de último en la cola y al
final tuvo su enorme cruz de ceniza en la frente, casi como la marca de Caín
por haber matado a su hermano Abel.
Antes de retirarme del liceo, fui al
comedor, pues las cocineras lo habían pedido, naturalmente no podían descuidar
su trabajo y prefirieron esperarme en su sitio de labores para recibir la
ceniza. Algunos bedeles que estaban ocupados también se acercaron. Pregunté si
faltaba alguien y me dijeron que sí, era una mujer conocida por mí, pero casi
al momento me dijeron que no, aquella persona se negaba a recibir la ceniza,
siendo católica.
Me retiré del liceo sin darle importancia a esto último y no
había terminado la tarde cuando nos enteramos lo que había pasado con aquella
mujer: y fue que, al parecer cuando fue invitada a pasar para recibir la
ceniza, como una perfecta energúmena expresó que no se dejaría poner la ceniza
por el demonio. Ese demonio, para ella, era yo. Indagamos un poco más y
descubrimos que, por razones políticas, aquella cristiana estaba enojada con la
Iglesia y, claramente, en aquel momento yo representaba a la Iglesia, es por
eso que el comentario no trascendió, pues no fue una ofensa personal, porque
finalmente no me lo decía a mí, sino a los curas y a la Iglesia o a aquella
persona con la cual no estaba conforme. Ojalá y la rebeldía ya se le haya
pasado.
Apreciados lectores, no los molesto más contándoles mis tonterías.
Hasta luego.
P.A
García
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