XÉNOS KAI PHÓBOS
La etimología del término “xenofobia”
deriva del griego “xénos” que significa extranjero, y “phóbos” que significa
miedo o rechazo. La xenofobia es, entonces, el rechazo a los extranjeros, es
una “actitud de desdén, desconfianza
contra todo lo foráneo, incluyendo los inmigrantes de otras naciones”[1].
En el presente artículo expondré esta
problemática actual desde la perspectiva social de la Iglesia Católica, pionera
en la defensa de los derechos humanos en sus dos milenios de existencia. A tal
efecto, el pensar eclesial ha sabido siempre que “la fe cristiana no puede aceptar la xenofobia, sino que debe actuar
como un aldabonazo a la conciencia cultural de los pueblos para que se abran
sincera y prácticamente al acogimiento de esa humanidad débil”[2].
Un católico xenófobo contradice su fe.
Nuestro mundo ha visto el levantamiento
y la caída del muro de Berlín (1961-1989), conocido también como el “muro de la
ignominia” el muro de la vergüenza, y es “cierto
que con el derrumbe del muro se han dejado al descubierto otros muros que afectan
la integridad del ser, que se han hecho más altos con la posmodernidad: podemos
mencionar el muro del nacionalismo y la xenofobia”[3].
Este último no deja de crecer a pesar de las constantes llamadas de
atención por parte de los defensores de los derechos humanos, todos somos testigos
de esto. La migración y la xenofobia son consecuencia directa de la mala
administración de los Gobiernos, pues cuando crece la ruina de los países
heridos por la decadencia económica, política y social, se genera el fenómeno
migratorio y así crece también el nuevo “muro de la ignominia”, el “muro de la
xenofobia”.
Nadie pone en tela de juicio que desde hace unos años, los llamados
“países del Primer Mundo” han observado la llegada de personas de otras
latitudes. Estas personas vienen huyendo de su situación de pobreza. Renuncian
a vivir en sus países de origen por una necesidad de supervivencia. Al llegar a
sus destinos se topan con otra cultura y muchas veces con otra religión, y
quieren conservar sus costumbres para no perder su identidad. Cuando no se sabe “acogerlos, se produce una reacción de xenofobia,
porque lo distinto nos amenaza y nos da inseguridad; tal vez sus costumbres y
creencias nos desconciertan. En la mayoría de los casos no entramos en diálogo
con ellos y, cuando lo hacemos, es con frecuencia para descalificarlos. Sólo
una minoría se solidariza con sus reivindicaciones, se interesa por su religión
y su cultura, y les abren las puertas y el corazón[4]”.
Afortunadamente existe esta minoría de buenos cristianos.
Las consecuencias de la xenofobia apenas las están
conociendo los venezolanos en estos últimos años, sin embargo, xenofobia y
racismo son las respuestas más frecuentemente vistas en América Latina en los
últimos 20 años, “basta ver cómo
bolivianos y paraguayos son tratados en Argentina y Brasil; los nicaragüenses
en Costa Rica, los peruanos en Chile, los haitianos en República Dominicana y
en casi todos los países del continente[5]”.
En resumidas cuentas, la mayoría de los países de nuestro entorno han
vivido las consecuencias de la xenofobia, unos más que otros y ahora más enfáticamente
el pueblo venezolano.
Ahora bien, ¿cómo comprender las mentes de los inmigrantes
que sufren la exclusión social?, ¿cómo comprender la xenofobia? “Es normal que los excluidos del bienestar no
acepten alegremente su destino y sea previsible el crecimiento de conflictos
inmigratorios, la rebelión de los marginados, el estallido de los desesperados.
Se exigen leyes y fronteras más estrictas frente a los extranjeros; se pide una
represión más dura con los delincuentes de las ciudades. Nadie quiere pensar
responsablemente en los que sufren miseria y malestar. Este ambiente puede ser
caldo de cultivo de nuevos racismos, xenofobias y tendencias neoconservadoras”[6].
Esto que apunta el padre Pagola parece ser la mejor síntesis de los últimos
acontecimientos vividos. La xenofobia es la respuesta al estallido de los desesperados.
Pero el panorama no puede ser tan caótico, pues las medidas
en favor de los inmigrantes son tan antiguas como esta misma realidad, prueba
de ello es la “declaración de los derechos
del hombre (1948), que representa un progreso importante en el desarrollo de la
conciencia de la dignidad humana”. Este paso dado por las Naciones Unidas
determinó “la iniciación a la
pluriculturalidad, que camina a la par con una iniciación y un conocimiento en
profundidad de los derechos del hombre y en particular de sus derechos
culturales, no sólo para identificar las fuentes de la intolerancia y de la
xenofobia, sino, sobre todo, para promover un desarrollo integral duradero, que
haga justicia a la dimensión cultural de la persona humana”[7].
El artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos (DDHH) es claro al precisar que “toda
persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración,
sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política
o de cualquier otra índole, origen nacional o social […] no se hará distinción
alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o
territorio de cuya jurisdicción dependa una persona”, lo que significa que
extranjeros como nacionales tienen el mismo derecho a ser respetados, a vivir
en libertad, a trabajar, a la salud, a la educación, al bienestar, etc. y cómo
no decirlo de una vez, tanto nacionales como extranjeros tienen los mismos
deberes ciudadanos.
Desde la doctrina social de la Iglesia Católica se han
buscado innumerables instrumentos para responder eficazmente a la realidad de
la xenofobia, pero más concretamente a la realidad de los migrantes, de ahí que
el Documento de Aparecida contenga en sus líneas teológicas importantes
consideraciones, como por ejemplo: “Los
emigrantes son igualmente discípulos y misioneros y están llamados a ser una
nueva semilla de evangelización, a ejemplo de tantos emigrantes y misioneros,
que trajeron la fe cristiana a nuestra América[8]”.
Este numeral reconoce solemnemente que la fe en nuestra región es
consecuencia de la venida de emigrantes y misioneros, por lo que cabe pensar
que no todo lo que traen los extranjeros es nocivo (como lo afirma la
xenofobia), sino que también aportan en beneficio del crecimiento de las
naciones.
Continúa Aparecida (#411) explicando que: “Hay millones de personas concretas que, por
distintos motivos, están en constante movilidad. En América Latina y El Caribe
constituyen un hecho nuevo y dramático los emigrantes, desplazados y refugiados
sobre todo por causas económicas, políticas y de violencia”. La Iglesia no vacila
al precisar los motivos de la migración mundial: causas económicas, políticas y
de violencia, en cuyo reparo está invitada a atender con caridad.
En este sentido, ¿hay cabida para la xenofobia según el
pensar eclesial? A la luz de Aparecida (#412) vemos que: “La Iglesia debe sentirse a sí misma como Iglesia sin fronteras, atenta
al fenómeno creciente de la movilidad humana en sus diversos sectores.
Considera indispensable el desarrollo de una mentalidad y una espiritualidad al
servicio pastoral de los hermanos en movilidad. Las Conferencias Episcopales y
las Diócesis deben asumir proféticamente esta pastoral específica con la
dinámica de unir criterios y acciones que ayuden a una permanente atención
también a los migrantes”. Dentro de la fe cristiana no hay cabida para
sentimientos xenófobos, esto atenta contra la caridad que se nos ha mandado
practicar.
El numeral 413 de Aparecida recalca que: “la realidad de las migraciones no se ha de
ver nunca sólo como un problema, sino también y sobre todo, como un gran
recurso para el camino de la humanidad”, pues como se ha visto con el
ejemplo de la evangelización de nuestros pueblos, los migrantes aportan lo
mejor de sí a las naciones que los acogen con generosidad.
Aparecida (#414) reconoce que la Iglesia debe denunciar los
atropellos que sufren frecuentemente la población migrante, así como también realizar
un llamado a los gobiernos de los países, para lograr una política migratoria
que tenga en cuenta los derechos de las personas en movilidad, ahondando su
esfuerzo pastoral y teológico para promover una ciudadanía universal en la que
no haya distinción de personas.
Finalmente, Aparecida (#416) reconoce la importancia de las
ayudas económicas (remesas) que hacen los migrantes para familiares en sus
países de origen, esto “evidencia la
capacidad de sacrificio y amor solidario a favor de las propias familias y
patrias de origen. Es, por lo general, ayuda de los pobres a los pobres”. El
inmigrante busca su estabilidad económica a la par de la de su familia.
En todo el desarrollo del tema no he mencionado las
“posibles razones obvias” que puedan justificar algún sentimiento xenófobo,
tales como la delincuencia, robos, estafas o asesinatos ejecutados contra
nacionales por parte de extranjeros. En este caso, es preciso aclarar que la
delincuencia no tiene nacionalidad, a pesar de que cada país cuenta con sus
propios antisociales. Lo que es realmente comprensible es la indignación que
provoca el hecho de que personas extranjeras desestabilicen el equilibrio
social de nuestros países, lo que no significa que sea aceptable el delinquir de
connacionales, pues evidentemente se debe rechazar los actos realizados, no la
nacionalidad.
Las estadísticas de los países latinoamericanos dan razón
del progreso económico que genera la realidad migratoria. Son más los migrantes
que se dedican a trabajar honradamente, que los que vienen a delinquir. Los
buenos somos más y por el mal ejemplo de un grupo minoritario no nos pueden
catalogar a todos por igual. Ciertamente el bien no hace ruido; y es más
noticioso un avión que cae en picada, que los otros tantos sobrevolando
diariamente los cielos despegando y aterrizando de manera exitosa.
Finalmente quiero recordarles, a modo de denuncia, los
últimos acontecimientos vividos en dos países suramericanos, cuyos gobiernos
autorizaron el desplazamiento de gran arsenal militar hacia las fronteras para
evitar el ingreso de extranjeros, como si de una guerra se tratara. Esto
representa al nuevo “muro de la ignominia”, del que hablamos más arriba, el
“muro de la xenofobia”, aunque las razones de tales acciones se disfrazaron de
medidas de seguridad ciudadana por motivos sanitarios como consecuencia de la
actual pandemia. Señores, esto está mal, esto es rechazado por Dios.
Hoy, 20 de febrero de 2021, cuando publico este artículo en
mi Blog, tenemos una noticia muy justa en relación al fenómeno migratorio, y es
que las Defensorías del Pueblo de Colombia, Ecuador y Perú exhortaron
conjuntamente a los Gobiernos de sus países a “facilitar la movilidad de los migrantes venezolanos por sus
territorios y a adoptar medidas para regularizar su situación y evitar su
exclusión social y económica”, esta noticia nos deja claro que sí hay una
minoría que se solidariza con las reivindicaciones de los migrantes, abriéndoles
las puertas y el corazón.
P.A
García
[1] Freddy Domínguez y Napoleón Franceschi
G., (2010), Historia General de Venezuela, Caracas, Venezuela, p. 425
[2] José María Rovira Belloso, (1996), Introducción
a la Teología, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, España, p.330
[3] María Sylvia Jaime Garza (2001), Ética
y posmodernidad, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México,
p. 138
[4] Carlos Mesters, (2001), Vivir
y anunciar la Palabra las primeras comunidades, Editorial Verbo Divino,
Navarra, España, p. 378
[5] Fundación Amerindia, (2012), La
teología de la liberación en prospectiva, Doble Clic Editoras, p. 296
[6] José Antonio Pagola, (1996), Es
bueno creer. Para una Teología de la esperanza, Editorial San Pablo,
Madrid, España, p. 82
[7] Revista Cultura y Fe, (1999), p. 231
[8] Consejo Episcopal Latinoamericano,
CELAM, (2007) V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Documento
Conclusivo. #377
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