“Desde hace tiempo perdí la fe. Reprocho a Dios porque creo
que él es el culpable de las cosas que a mí me pasan”
Es común escuchar
este tipo de frases en personas que, al sentirse alejadas de Dios, experimentan
algún mal físico o espiritual, pero, ante este panorama, y dejándonos guiar por
algunos apartados del Catecismo de la Iglesia Católica, podemos dar respuesta a
lo anteriormente enunciado, pues en la vida de la fe, con el desarrollo de la
Revelación se va iluminando también la realidad del pecado. Aunque el Pueblo de
Dios del Antiguo Testamento conoció de alguna manera la condición humana a la
luz de la historia de la caída narrada en el Génesis, no podía alcanzar el
significado último de esta historia que sólo se manifiesta a la luz de la
Muerte y de la Resurrección de Jesucristo (Rm 5,12-21).
En este sentido, es
preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como
fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito, enviado por Cristo resucitado, es
quien vino "a convencer al mundo en
lo referente al pecado" (Jn 16,8) revelando al que es su Redentor. Por
ello, la doctrina del pecado original es, por así decirlo, "el reverso" de la Buena Nueva de
que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y
que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el
sentido de Cristo (1 Cor 2,16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación
del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.
Desde la reflexión
antropológica de la teología, sería un atrevimiento herético afirmar que Dios
es el responsable del mal que sufre la humanidad. Para la doctrina católica, y
en respuesta al enunciado de esta reflexión, Dios creó al hombre a su imagen y
lo estableció en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta
amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios. Esto es lo que expresa la
prohibición hecha al hombre de comer del árbol del conocimiento del bien y del
mal, "porque el día que comieres de
él, morirás" (Gn 2,17). "El
árbol del conocimiento del bien y del mal" evoca simbólicamente el
límite infranqueable que el hombre, en cuanto criatura, debe reconocer
libremente y respetar con confianza. El hombre depende del Creador, está
sometido a las leyes de la Creación y a las normas morales que regulan el uso
de la libertad.
En esta misma
reflexión, vemos cómo el hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su
corazón la confianza hacia su creador (Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad,
desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del
hombre (Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una
falta de confianza en su bondad. En este pecado, el hombre se prefirió a sí
mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo
contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto,
contra su propio bien. El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba
destinado a ser plenamente "divinizado"
por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso "ser como Dios" (Gn 3,5).
No fue Dios quien
hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes. Por envidia del
diablo entró la muerte en el mundo (Sb 1,13; 2,24). Satán o el diablo y los
otros demonios son ángeles caídos por haber rechazado libremente servir a Dios
y su designio. Su opción contra Dios es definitiva. Intentan asociar al hombre
en su rebelión contra Dios. "Constituido
por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, persuadido por el Maligno,
abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia, levantándose contra
Dios e intentando alcanzar su propio fin al margen de Dios" (GS 13,1).
Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre, perdió la santidad y la justicia
originales que había recibido de Dios no solamente para él, sino para todos los
humanos. Adán y Eva transmitieron a su descendencia la naturaleza humana herida
por su primer pecado, privada por tanto de la santidad y la justicia
originales. Esta privación es llamada "pecado
original". Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana
quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al
dominio de la muerte, e inclinada al pecado (inclinación llamada "concupiscencia"). "Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de
Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza
humana, `por propagación, no por imitación´ y que `se halla como propio en cada
uno´" (Pablo VI, SPF 16). La victoria sobre el pecado obtenida por
Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó el pecado: "Donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia" (Rm 5,20). "El
mundo que los fieles cristianos creen creado y conservado por el amor del
creador, colocado ciertamente bajo la esclavitud del pecado, pero liberado por
Cristo crucificado y resucitado, una vez que fue quebrantado el poder del
Maligno..." (GS 2,2).
Ahora bien, una
última reflexión para quienes puedan pensar que el sufrimiento es inadmisible a
la voluntad de Dios. La Cruz es el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y los hombres"
(1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, "se ha unido en cierto modo con todo hombre"
(GS 22, 2), él "ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios
sólo conocida, se asocien a este misterio pascual" (GS 22, 5). Él llama a
sus discípulos a "tomar su cruz y a
seguirle" (Mt 16, 24) porque él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas"
(1 P 2, 21). Él quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquellos
mismos que son sus primeros beneficiarios (Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24).
Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie
al misterio de su sufrimiento redentor (Lc 2, 35): Fuera de la Cruz no hay otra
escala por donde subir al cielo (Santa. Rosa de Lima).
Y como solución
pastoral es preciso citar a Benedicto XVI, quien en Deus Caritas est divulgó algunas reflexiones en respuesta al
problema del sufrimiento, y así llegó a la conclusión de que con frecuencia, la
raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios. Siempre
habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre
se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable
una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. Por tanto, el amor es el
servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y
las necesidades, incluso materiales, de los hombres. La íntima participación
personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un
darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle
algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona.
En conclusión, que
aquellos que sufren no se sientan condenados por Dios, sino al contrario,
acompañados por Él y por sus hermanos en la fe.
P.A
García
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