domingo, 21 de julio de 2019

Reflexión final de Antropología Teológica


“Desde hace tiempo perdí la fe. Reprocho a Dios porque creo que él es el culpable de las cosas que a mí me pasan”

Es común escuchar este tipo de frases en personas que, al sentirse alejadas de Dios, experimentan algún mal físico o espiritual, pero, ante este panorama, y dejándonos guiar por algunos apartados del Catecismo de la Iglesia Católica, podemos dar respuesta a lo anteriormente enunciado, pues en la vida de la fe, con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad del pecado. Aunque el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento conoció de alguna manera la condición humana a la luz de la historia de la caída narrada en el Génesis, no podía alcanzar el significado último de esta historia que sólo se manifiesta a la luz de la Muerte y de la Resurrección de Jesucristo (Rm 5,12-21).

En este sentido, es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito, enviado por Cristo resucitado, es quien vino "a convencer al mundo en lo referente al pecado" (Jn 16,8) revelando al que es su Redentor. Por ello, la doctrina del pecado original es, por así decirlo, "el reverso" de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (1 Cor 2,16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.

Desde la reflexión antropológica de la teología, sería un atrevimiento herético afirmar que Dios es el responsable del mal que sufre la humanidad. Para la doctrina católica, y en respuesta al enunciado de esta reflexión, Dios creó al hombre a su imagen y lo estableció en su amistad. Criatura espiritual, el hombre no puede vivir esta amistad más que en la forma de libre sumisión a Dios. Esto es lo que expresa la prohibición hecha al hombre de comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, "porque el día que comieres de él, morirás" (Gn 2,17). "El árbol del conocimiento del bien y del mal" evoca simbólicamente el límite infranqueable que el hombre, en cuanto criatura, debe reconocer libremente y respetar con confianza. El hombre depende del Creador, está sometido a las leyes de la Creación y a las normas morales que regulan el uso de la libertad.

En esta misma reflexión, vemos cómo el hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad. En este pecado, el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien. El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente "divinizado" por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso "ser como Dios" (Gn 3,5).

No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes. Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo (Sb 1,13; 2,24). Satán o el diablo y los otros demonios son ángeles caídos por haber rechazado libremente servir a Dios y su designio. Su opción contra Dios es definitiva. Intentan asociar al hombre en su rebelión contra Dios. "Constituido por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia, levantándose contra Dios e intentando alcanzar su propio fin al margen de Dios" (GS 13,1). Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre, perdió la santidad y la justicia originales que había recibido de Dios no solamente para él, sino para todos los humanos. Adán y Eva transmitieron a su descendencia la naturaleza humana herida por su primer pecado, privada por tanto de la santidad y la justicia originales. Esta privación es llamada "pecado original". Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado (inclinación llamada "concupiscencia"). "Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, `por propagación, no por imitación´ y que `se halla como propio en cada uno´" (Pablo VI, SPF 16). La victoria sobre el pecado obtenida por Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó el pecado: "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5,20). "El mundo que los fieles cristianos creen creado y conservado por el amor del creador, colocado ciertamente bajo la esclavitud del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, una vez que fue quebrantado el poder del Maligno..." (GS 2,2).

Ahora bien, una última reflexión para quienes puedan pensar que el sufrimiento es inadmisible a la voluntad de Dios. La Cruz es el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y los hombres" (1 Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, "se ha unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22, 2), él "ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual" (GS 22, 5). Él llama a sus discípulos a "tomar su cruz y a seguirle" (Mt 16, 24) porque él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas" (1 P 2, 21). Él quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (Lc 2, 35): Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo (Santa. Rosa de Lima).

Y como solución pastoral es preciso citar a Benedicto XVI, quien en Deus Caritas est divulgó algunas reflexiones en respuesta al problema del sufrimiento, y así llegó a la conclusión de que con frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. Por tanto, el amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las necesidades, incluso materiales, de los hombres. La íntima participación personal en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte así en un darme a mí mismo: para que el don no humille al otro, no solamente debo darle algo mío, sino a mí mismo; he de ser parte del don como persona.

En conclusión, que aquellos que sufren no se sientan condenados por Dios, sino al contrario, acompañados por Él y por sus hermanos en la fe.

P.A
García

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