viernes, 26 de febrero de 2021

La importancia de la vida

THE LIVE IS GREAT



“¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”

(Mateo 16, 26)

En estos últimos meses hemos sido testigos en primera persona de la pandemia mundial ocasionada por el COVID-19, que ha generado una emergencia sanitaria en la que, lamentablemente se ha perdido la vida de miles de personas, la mayoría de ellas débiles en su organismo, razón por la cual no pudieron resistir la violencia con la que ataca esta enfermedad; sin embargo, en otros casos, las pérdidas han ido relacionadas con la falta de oportuna atención médica, ya sea por negligencia de los mismos contagiados o por la innegable escasez de insumos necesarios para combatir el virus, pues no podemos ocultar que no todas las naciones están en capacidad de responder eficazmente a este tipo de calamidades. Ante este doloroso panorama cabe preguntarnos si en verdad hemos sido lo suficientemente cuidadosos, como para evitar la propagación de este mal que nos azota y salvar nuestra vida y la de los demás.

La importancia de la vida humana la podemos comprender –paradójicamente- cuando somos testigos del nacimiento de un bebé o cuando sufrimos la muerte de un ser querido o amigo, pues en ambas situaciones se pone de manifiesto el inmenso poder de Dios y las naturales limitaciones que como seres creados tenemos en cuanto al milagro de la vida. Sí, limitaciones, pues todos deseamos ver con orgullo a un niño recién nacido sano, con todos sus órganos, dispuesto a recibir nuestro amor y atención, queremos verlo crecer, desarrollarse y realizarse como persona, pero no siempre estamos en la capacidad de garantizarlo. En el caso de un fallecimiento, nadie quiere ver partir a un ser querido y ante la inminencia de la muerte muchas veces estamos de brazos cruzados, pues, aunque existan métodos científicos para garantizar la prolongación de nuestra existencia, no todos pueden acceder a ellos por razones pecuniarias, por lo que la muerte es como el nacimiento, un evento natural que nos trae a la mente la importancia de la vida.

Dios es el autor de la vida, así lo reconocemos desde la fe cristiana. La existencia humana y la vida en general son consecuencias del amor y la misericordia de nuestro Creador. Cada persona está comprometida a responder por su vida delante de Dios, pues Él sigue siendo su soberano Dueño; por nuestra parte estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. De la vida no somos más que administradores y no propietarios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2280).

El instinto de supervivencia que evidenciamos en los animales, debe recordarnos la vocación a la vida que llevamos impresa en el alma, pues así como estas criaturas se protegen de los peligros e incluso se enfrentan a ellos para resguardar a sus crías, del mismo modo nosotros –animales racionales- debemos estar decididos por la vida, apostar por ella, valorándola como regalo de Dios y haciendo todo lo posible para conservarla, en primer lugar la propia y también la de los demás. Esto para el cristiano es una obligación grave.

Así como la importancia de la vida la vemos en el nacimiento o en la muerte de una persona, en la enfermedad también encontramos un camino privilegiado para reconocer el don de Dios en nosotros. En esta pandemia mundial que todavía estamos atravesando, han sido muchas las personas que han comprendido el valor de la salud, pues nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. En este sentido, la moral cristiana nos anima a reconocer la vida y la salud física como bienes preciosos confiados por Dios, por lo que estamos llamados a cuidar de ellos razonablemente teniendo en cuenta las necesidades del prójimo y el bien de la sociedad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2288).

En la conciencia de un buen cristiano no puede haber espacio para la duda en la toma de decisiones que afecten directamente la salud y por ende la misma vida. En tal sentido, y en respuesta a la actual pandemia, se trae a la palestra necesariamente el tema de la importancia de la vida, pues vemos cómo muchas personas no están acatando con la rigurosidad necesaria las medidas sanitarias que los organismos competentes han determinado para disminuir el riesgo de contagios y de esta manera proteger la vida de los ciudadanos, de manera especial los más vulnerables. En este sentido, un cristiano que frecuenta lugares concurridos o que simplemente sale a la calle sin la debida protección, está contradiciendo su fe, pues con sus actos demuestra que no valora su vida ni la de los demás. Este cuidado debe ser mayor cuando bajo nuestra responsabilidad está la vida de otros, como los padres con sus hijos, etc.

Las disquisiciones sobre la salud de la humanidad han sido tan numerosas como variadas. Al respecto, desde el Magisterio de la Iglesia Católica se ha hablado claramente, tal es así que hemos visto al Romano Pontífice participando en la vacunación contra el coronavirus, animando a los demás a someterse a este tratamiento con plena confianza en la ciencia médica, ya que en algunas regiones del mundo se ha puesto en tela de juicio la autenticidad de la rectitud de intenciones que han motivado el estudio, logro y difusión de dichas dosis. Desde la Iglesia solo se puede aclarar que se atenta contra la vida humana cuando existe la negativa de participar en jornadas de inmunización, de igual manera se hace el llamado de atención, para que los privilegiados en este proceso sean los pobres, los menesterosos, los menos aventajados para la sociedad. En todo caso, se respeta la libertad de la persona humana en la toma de decisiones.

Los medios de comunicación nos han saturado en informaciones referentes al caos que ha traído consigo el actual desajuste sanitario, y aparentemente en la perspectiva de la economía, el turismo, la educación, la salud, entre otras índoles, las pérdidas han sido incomparables, pero lo que no nos han dicho las redes es que desde el lecho de la enfermedad el cristiano tiene la gloriosa oportunidad de ofrecer sus sufrimientos a Dios por las intenciones que él considere convenientes, colaborando de esta manera con el misterio de la redención obrado de una vez y para siempre con el sacrificio cruento de la Cruz y renovado en cada Eucaristía, sacrificio incruento. Aquí está la diferencia entre los pensamientos del mundo y el pensamiento de Dios.

El creyente puede vivir la enfermedad desde un punto de vista esperanzador, sabiendo que “el corazón alegre mejora la salud” (Proverbios 17, 22), por lo que sus actitudes ante el sufrimiento han de ser como las de Cristo, es decir, sabiendo que Dios no abandona en el olvido la vida de sus hijos y de manera especialísima la plegaria de quien sufre, de los enfermos, de los niños, los abandonados. El padecimiento de una enfermedad es también un camino, a veces necesario y justo, para que comprendamos que la vida es frágil y se nos puede escapar de las manos. Las enfermedades nunca son un castigo de Dios, pero estas sí pueden ser consecuencia –en algunos casos- de la irresponsabilidad de nuestras propias acciones. Despreciar la salud es no valorar la importancia de la vida y esto, sin titubeos, desagrada a nuestro Señor, sabiendo también que, según la santísima voluntad de Dios, no hay mal que por bien no venga.

En las Sagradas Escrituras están eternizadas las palabras divinas por las que Dios perpetúa la importancia de la vida humana: “no matarás” (Éxodo 20, 13); esta frase, enclavada en el quinto puesto de nuestro Decálogo de amor, que son los diez mandamientos, nos recuerda el valor de la existencia, pues la sacralidad de la vida humana se tiene en razón de que desde su comienzo es producto de la actividad creadora de Dios, permaneciendo estrechamente en relación con el Creador, que es su único fin (cf. Donum vitae, 5), es decir, de Dios venimos y hacia Dios vamos, y todo aquello que atente contra la vida, por ejemplo la desidia por la salud en tiempos de pandemia, incumple el oráculo bíblico “no matarás”, y en este sentido es preciso recordar que la lucha en contra de pecados como el aborto, la eutanasia, el homicidio o el suicidio, por nombrar unos pocos, poseen gravedad moral en la defensa de la vida. El cristiano está llamado a vivir la vida en plenitud.

En la importancia de la vida humana no solo nos atañe lo que podemos hacer por evitar lo que la amenaza, sino también es menester procurar lo que la mantiene, lo que garantiza la vida, como la familia, por ejemplo, que es la institución más oportuna para que la vida se origine, se mantenga y se difunda. Lo que atente contra la familia repercute contra la vida misma, pues la familia es la célula de la sociedad, como lo proclamaba solemnemente san Juan Pablo II. Podemos estar seguros de que desde la fe cristiana estamos haciendo lo correcto por preservar la vida, no solo condenando el homicidio o el aborto, sino precisando con definitiva seguridad y como universal aseveración que solo podemos llamar matrimonio –en relación a la familia- a la unión en el amor entre un hombre y una mujer: “por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Génesis 2, 24).

El relativismo actual nos hace pensar que cualquier cosa está bien, o peor aún, que lo que siempre ha sido bueno, es decir, lo correcto, deja de ser así y se suele transpolar para justificar actitudes que no son las más correctas, en estas circunstancias los cristianos debemos estar seguros de que –como lo precisaba Benedicto XVI- la verdad no la determina el voto de la mayoría, por lo que no es discriminación reconocer que ciertas ideologías atentan directamente contra el valor y la importancia de la vida humana. Desde la moral cristiana no podemos aceptar cualquier opinión sobre la vida, por muy científica o fundamentada que parezca. Dios es un Dios de vivos, no de muertos.

Ante el inmenso abanico de cuestionamientos que bombardea la conciencia de los hombres en nuestros días, el cristianismo, o la fe en Jesucristo, que es lo mismo, propone una alternativa eficaz para superar adversidades y encontrar el sentido de la existencia humana, tal como lo refiere el Papa Francisco, “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús” (Evangelii Gaudium, 1). Valorar la vida desde la perspectiva evangélica significa creer que tenemos un propósito firme en este mundo, actuar movidos por una vocación celestial que todos hemos recibido, ser santos. No es lo mismo vivir sin Dios, a merced de nuestras pasiones, que vivir en la santidad que Dios nos exige, santidad que no es otra cosa que Él en nosotros. Las palabras de la fe nos dan esperanza y nos ayudan a comprender que en la vida el primer llamado es a la santidad, viendo alrededor e identificando a tantas personas que creen, como nosotros, que un día volveremos al seno de nuestro Padre Celestial, con los santos, aunque “quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor” (Gaudete et exultate, 3).

Los que tenemos fe somos de alguna manera privilegiados por Dios, ya que la fe es un don suyo, don que nos permite ver la vida desde una perspectiva sobrenatural, con los pies bien puestos en la tierra, pero con la mirada fija en el cielo, esa realidad espiritual a la que todos estamos convocados desde la recepción del bautismo sacramental, ese cielo que es definido por la fe como la fiesta que no tiene fin. La fe nos garantiza aquello que no podemos ver, pero que de alguna manera sí podemos sentir. Dios se vive, el Señor se manifiesta en nuestras vidas a cada instante, en cada momento, basta con detenernos y reconocer que sin Él nada podemos hacer, porque “en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28).

La lucha es anticristiana, toda acción bélica es producto de un corazón sin amor, sin embargo, en la vida del cristiano debemos tratar sin tabúes el tema del “combate espiritual”, pues ciertamente nos encontramos en constante amenaza, somos tentados por el padre de la mentira, que nos quiere alejar de Dios induciéndonos al pecado, para apartar de nosotros la gracia divina y así debilitarnos por completo. Aquel que realmente valora su vida es capaz de comprender –como lo hizo san Pablo- que todo nos es lícito, pero no todo nos conviene para nuestra salvación (cf. 1 Corintios 6, 12), de ahí que seamos conscientes de que en la vida hay momentos en los que debemos tomar decisiones, las cuales determinarán el rumbo de nuestra existencia en la medida que seamos constantes en los propósitos y metas trazadas. La juventud, por ejemplo, es la época “más adecuada para entender la vida como lucha, […] [debemos] fortalecer en la juventud la conciencia de que una vida humana sólo se realiza a través de la lucha” (Loring, 2004, p. 487), la lucha entre el bien y el mal, la pugna entre nuestra vocación a la santidad y nuestra humanidad marcada por el pecado original.

Si bien es cierto que cuidando de nosotros, de nuestra integridad espiritual y humana, cuidamos a los demás, también lo es que respetemos el ambiente, la naturaleza que es obra de las manos de Dios, obra buena, pues en un mundo destruido por la contaminación, o por la corrupción, difícilmente se darán las condiciones necesarias para que el hombre se desarrolle con todas sus potencialidades. El amor por Dios, por el prójimo y por nosotros mismos, debe ir en equilibrio con el amor por la creación, y lo debemos hacer no solo porque nos conviene, sino además porque ha sido un mandato del Señor: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó. Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: ´Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla´” (Génesis 1, 27-28), en este sentido, someter la tierra no es destruirla, es conservarla, pues nuestra vida depende de ella, es más, estamos más relacionados con la tierra de lo que frecuentemente imaginamos, pues “eres polvo y al polvo tornarás” (Génesis 3, 19).

La espiritualidad cristiana en relación con la importancia de la vida, como ya hemos visto, abarca un sinnúmero de cuestiones, pasando desde el amor propio, como cuando valoramos nuestra salud, hasta considerar el cuidado de la Casa Común un deber de la humanidad, es así como el santo de Asís agradecía a Dios por todas las cosas creadas, porque las consideraba hermanas suyas, pues con ellas supo convivir y, sobretodo, comprendió que en este mundo nos necesitamos unos a otros.

Finalmente, es preciso mencionar la importancia de la vida espiritual, teniendo ya claro el valor de la vida física. En este campo, lo que la teología bíblica nos aporta es bastante profundo, pues desde la Palabra de Dios, la vida no termina con la muerte, sino que, por el contrario, es cuando realmente comienza. La fe nos ayuda a comprender que en este mundo estamos simplemente de paso, de ahí que nos llamemos militantes de la Iglesia Peregrina, esperando gozar de llegar a la Iglesia Triunfante en el cielo, tal vez pasando por la Iglesia Purgante que se purifica de toda mancha de pecado. Esta vida es un simple paso que nos pondrá en relación, después de morir, con la realidad de la vida eterna en Dios, pero ya desde ahora podemos vivir anticipando la plenitud de esta vida, y esto lo logramos cuando conocemos a Cristo, de quien él mismo dijo que era el verdadero “Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14, 6).

Si para nuestra hambre tenemos a disposición los alimentos, o para nuestras enfermedades tenemos al alcance las medicinas, así mismo para nuestra necesidad espiritual tenemos lo que necesitamos y que ha sido dado por el mismo Dios. Un ejemplo de alimento espiritual sería la lectura bíblica, que siembra en nosotros la semilla que va germinando sin que nos demos cuenta, y a la larga da sus frutos. Otro ejemplo, el más necesario es la recepción de la Sagrada Comunión, la cual es posible cuando participamos del Santo Sacrificio de la Misa, pero, en estos días de pandemia, muchos templos han cerrado sus puertas como medida de prevención, por eso tenemos para nuestro bien la práctica de la Comunión Espiritual, en la que pedimos a Dios que venga a nosotros para sentirnos fortalecidos por su presencia divina. Orar es también la mejor medicina, para mantener la vida espiritual activa, sin embargo, donde hay obras de caridad, podríamos decir, hacemos presente a Dios, como lo reafirma la sentencia latina “ubi caritas et amor Deus ibi est”, donde hay caridad y amor ahí está Dios.

Aprovechemos este tiempo de cuaresma, que hemos iniciado con el pasado Miércoles de Ceniza, para aumentar nuestro amor y compromiso por la defensa de la vida física y espiritual, ya que ambas son tan necesarias como la fe y la razón. Ahora más que nunca, los cristianos estamos llamados a defender la vida de los más débiles, los que la sociedad ha dejado en vulnerabilidad, los pobres, los enfermos, los migrantes, aquellos en quien se manifiesta Cristo necesitado, ultrajado, humillado, abandonado, pisoteado, casi sin rostro humano.

En nuestra oración personal demos gracias a Dios porque tenemos vida y salud, pero, si de repente estamos pasando por alguna dificultad, que sepamos pedir a Dios lo que más nos conviene, tal como lo dicen las palabras del Señor, “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mateo 6, 10), esta es la oración que más agrada a Dios, la que se hace con confianza, abandonando nuestras vidas en Él, que es omnipotente y en el llamado a existir no nos deja solos. Con la santa carmelita digamos confiados “quien a Dios tiene, nada le falta, porque solo Dios basta”.

P.A

García

lunes, 22 de febrero de 2021

La Teología del Migrante

 MIGRANTIUM


“Amigos, que sois hermanos,

¿por qué os maltratáis uno a otro?”

(Hechos 7, 26)

                                                                   

Afortunadamente “Dios no se muda” y “quien a Dios tiene, nada le falta”, porque “solo Dios basta”. A continuación unas palabras de consuelo para todos aquellos que –como yo ahora- viven en situación de migrantes en los diversos países del mundo. Estas palabras pueden tomarlas como una meditación o lectura espiritual, ya que, en miras a consolar y brindar esperanzas, han sido citados los textos de la Biblia y del Magisterio de la Iglesia Católica.

Valga este contenido, de igual manera, para hacer un llamado de atención a todos aquellos entes que se ven implicados en la Teología del Migrante, podríamos citar –por ejemplo- a los Gobiernos de las naciones, sin embargo, la exhortación va dirigida específicamente a los miembros de la Iglesia: obispos, sacerdotes y laicos, para preguntarles ¿qué están haciendo en la actualidad para responder desde la fe al fenómeno migratorio?, o si tal vez ¿conocen los lineamientos pastorales que la Iglesia propone?

Abraham, “el padre de todos los creyentes”, es decir, nuestro padre en la fe, fue un migrante por vocación. Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba (Gn 12, 1-4), viviendo como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (Gn 23, 4). Dios obró grandes cosas a través de este migrante, porque él tuvo fe. La experiencia vivida por Abrahan y sus descendientes, sirvió para que Dios precisara en su amor el justo trato para con los migrantes, es así como en Éxodo 22, 20 se manda: “No maltratarás al forastero, ni le oprimirás, pues forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto”. A Dios llega el lamento del extranjero.

En los Hechos de los Apóstoles, con el discurso de Esteban (7, 2-53) se tiene un resumen de la historia de la salvación en la que, el fenómeno migratorio posee un papel en los planes de Dios, a saber: el primero en salir de su tierra por mandato divino fue Abrahan, sabiendo que sus descendientes residirían como forasteros en tierra extraña, les esclavizarían y les maltratarían durante cuatrocientos años, pero esto nunca fue bien visto a los ojos de Dios.

Luego, con la historia de José, vendido por sus hermanos a Egipto, Dios protege de manera especial al inmigrante, pues estaba con él y le libró de todas sus tribulaciones, dándole gracia y sabiduría ante el rey de Egipto quien e confió un puesto en su gobierno. Estabilizado José, sobrevino hambre y gran tribulación en Canaán; sus hermanos no encontraban víveres, pero al oír que había trigo en Egipto fueron y José se dio a conocer, mandó a buscar a su padre y a toda su familia, un total de 75 personas.

El pueblo se multiplicó en Egipto, hasta que llegó un rey que no se acordó de José, este obró contra los extranjeros, y en esta coyuntura nació Moisés, que fue recogido por la hija de Faraón, criándole como hijo suyo. Moisés con cuarenta años, fue a visitar a los israelitas, y al ver que uno de ellos era maltratado, tomó su defensa y vengó al oprimido matando al egipcio. Luego se les presentó mientras estaban peleándose y trataba de ponerles en paz diciendo: “Amigos, que sois hermanos, ¿por qué os maltratáis uno a otro?” Moisés fue descubierto como asesino y huyó al desierto.

En Abrahan, José y Moisés tenemos los tres testimonios bíblicos del Antiguo Testamento, en los que los planes de Dios con estos migrantes van dirigidos de manera estrecha con sus destacadas labores en la historia de la salvación, pues, como hemos visto, cada uno aportó lo que tenía para responder al llamado de Dios. Abrahan fue migrante por vocación, José lo fue a la fuerza, y Moisés, aun habiendo nacido en tierras de Egipto, se sentía comprometido con su linaje y se consideraba extranjero.

En la historia bíblica, el fenómeno migratorio está presente por voluntad de Dios. El segundo libro del Texto Sagrado, lleva el título de Éxodo, que significa salida o liberación. Este libro es considerado la travesía de liberación del pueblo oprimido, de ahí que el término “éxodo” sea también empleado en el gran desplazamiento de personas desde sus naciones de origen hacia otras, pues la migración actual es una auténtica liberación de los males que los hombres viven en sus tierras.

El Catecismo de la Iglesia Católica (#2241) suplica encarecidamente que: “Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben”. Aquí sale a flote el “deber” de las naciones más prósperas: recibir y no rechazar; y más adelante el mismo numeral deja claro los “deberes” de los migrantes: “El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas”.

Es de suponer que, si una persona afligida sale de su patria y es acogida en otra nación, su actitud debe ser siempre de agradecimiento y respeto por esa oportunidad que se le está brindando. Si en su país de origen se esforzó por cumplir la ley, en el nuevo país que le recibe debe poner mayor atención y estar atento para no incumplir las normas, es más, debe interesarse por conocer la realidad social, cultural, política y económica que le abre sus puertas, para valorarla, comprenderla y respetarla.

Vemos que la Iglesia exhorta a los Gobiernos a responsabilizarse de los migrantes, pero ella misma tiene una herramienta pastoral aplicable con la realidad migratoria, por eso el Código de Derecho Canónico (#518), expresa la posibilidad de “constituir parroquias personales en razón del rito, de la lengua o de la nacionalidad de los fieles de un territorio, o incluso por otra determinada razón, esto para garantizar la eficaz atención espiritual de extranjeros que por diversos motivos se han incardinado lejos de sus naciones de origen”.

El mismo Código (#529), en el parágrafo 1, manifiesta los deberes de los párrocos, indicándoles que “-para cumplir diligentemente su función pastoral- deben dedicarse con particular diligencia a los pobres, a los afligidos, a quienes se encuentran solos, a los emigrantes o que sufren especiales dificultades”. Y en relación con el (#518), se invita en el (#568) a constituirse, en la medida de lo posible, “capellanes para aquellos que por su género de vida no pueden gozar de la atención parroquial ordinaria, como son los emigrantes, desterrados, prófugos, nómadas, marinos”.

En el Código de Derecho Canónico evidenciamos la preocupación pastoral por parte de la Iglesia para con los migrantes, en principio abogándose por su diligente atención pastoral (espiritual), sin embargo, el bienestar material de éstos también es un foco de atención al que se pueden dedicar obras concretas desde la Iglesia, como se verá más adelante.

El Concilio Vaticano II, en su Decreto “Ad gentes” (#15), sobre la actividad misionera de la Iglesia, exhorta “a todos los pueblos a cultivar como buenos ciudadanos verdadera y eficazmente el amor a la patria, evitando enteramente el desprecio de las otras razas y el nacionalismo exagerado, y promoviendo el amor universal de los hombres”. Este documento advierte las consecuencias de un exagerado nacionalismo: el desprecio de las otras razas, concluyendo que, por sobre todas las cosas está el amor universal de los hombres, donde se engloba el natural aprecio por los extranjeros.

De igual forma el Decreto “Presbyterorum ordinis” (#8), sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, recomienda a los sacerdotes “no olvidar la hospitalidad, practicar la beneficencia y la asistencia mutua, preocupándose, sobre todo, de los que están enfermos, afligidos, demasiado recargados de trabajos, aislados, desterrados de la patria y de los que se ven perseguidos”. Este numeral comprende que también dentro del clero se da el fenómeno migratorio, para lo cual se plantea la vivencia de la fraternidad entre los presbíteros.

El mismo Concilio, en el Decreto “Christus Dominus” (#16), sobre el ministerio pastoral de los obispos, anima a los pastores a “procurar mejor el bien de los fieles, según la condición de cada uno, […]. Los obispos deben mostrarse interesados por todos, cualquiera que sea su edad, condición, nacionalidad, ya sean naturales del país, ya advenedizos, ya forasteros. En la aplicación de este cuidado pastoral por sus fieles guarden el papel reservado a ellos en las cosas de la Iglesia, reconociendo también la obligación y el derecho que ellos tienen de colaborar en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo”. Este numeral pone de manifiesto que la atención pastoral de los obispos no mira nacionalidades, además reconoce el deber y derecho de los migrantes a colaborar en las iglesias de los países que les reciben.

Un migrante católico, donde quiera que se ubique, tiene el deber y el derecho de poner al servicio de la iglesia local sus dones y carismas. Pensemos en tantos catequistas, misioneros, cantantes católicos que han dejado sus países y pueden seguir sirviendo a la Iglesia Universal desde su situación. A estas personas no se les debe negar la posibilidad de desempeñarse activamente en la vida eclesial, pues la Iglesia es una sola y en razón de la fe somos hermanos, hijos de un mismo Padre.

En el Decreto “Apostolicam Actuositatem” (#11), sobre el apostolado de los laicos, el Concilio anima a los fieles católicos en su tarea a “poder adoptar como hijos a niños abandonados, recibir con gusto a los forasteros […] procurarles los medios justos del progreso económico”. Tres realidades tan concretas se viven en el fenómeno migratorio: adopción de niños, recepción de forasteros y su justo progreso económico. La acción pastoral de la Iglesia que los laicos deben realizar, contempla el esfuerzo que deben poner por recibir como hermanos a los migrantes. Un católico no mira nacionalidades, ama a todos por igual, pues todos “somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo”, (Filipenses 3, 20).

Las palabras de los Papas iluminan en todo momento las realidades temporales de la humanidad. El Santo Padre Francisco en su Exhortación Apostólica “Gaudete et exultate” (#103), reflexiona sobre la situación de los migrantes y al respecto recuerda la cita del Levítico (19, 33-34): “Si un emigrante reside con vosotros en vuestro país, no lo oprimiréis. El emigrante que reside entre vosotros será para vosotros como el indígena: lo amarás como a ti mismo, porque emigrantes fuisteis en Egipto” y continúa el Romano Pontífice aclarando: “Nosotros también, en el contexto actual, estamos llamados a vivir el camino de iluminación espiritual que nos presentaba el profeta Isaías cuando se preguntaba qué es lo que agrada a Dios: ´Partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora´ (58, 7-8)”. La asistencia a los necesitados borra pecados.

El hoy papa emérito Benedicto XVI, en una de sus alocuciones en el Vaticano expresó su oración por todos aquellos que, a menudo por la fuerza deben abandonar el propio país o son apátridas, sin nacionalidad, pidió para ellos solidaridad, y rezó por todos los que hacen lo posible para proteger y ayudar a estos hermanos en situación de emergencia, exponiéndose a graves dificultades y peligros. La oración de toda la Iglesia tiene presente a los migrantes ya quienes les brindan ayuda oportuna.

Francisco ha dicho que en los migrantes no hay que ver una amenaza, sino personas que pueden aportar mucho a las sociedades que los acogen. El Romano Pontífice ha explicado que todas las personas tienen derecho a desarrollarse, por eso la emigración es una puerta a la esperanza de muchos que en sus países no encuentran oportunidades. Según Francisco, para la Iglesia nadie es extranjero, porque la dignidad de las personas no depende de su religión, etnia o capacidad productiva. El Papa cree firmemente que los migrantes recuerdan la necesidad de erradicar la desigualdad, la injusticia y la opresión.

El 24 de diciembre de 2017, el Papa Francisco denunció el drama de los migrantes en el mundo, dijo que a menudo son expulsados de sus tierras por dirigentes dispuestos a derramar sangre inocente, hizo un llamado a la caridad y a la hospitalidad, pues según el mismo Evangelio, María y José les tocó huir debido a un decreto romano y en sus pasos se esconden las huellas de tantas familias que en nuestros días se ven obligadas a abandonar sus países, además reconoció que esa migración, en muchos de los casos, está cargada de esperanza y en otros es sobrevivencia.

Los nacionales que están en posibilidades de brindar ayuda económica o de cualquier índole a extranjeros, aunque ésta sea poca (limosna), deben hacerlo sin tanto discernimiento, pues está mandado por Dios: “Cuando siegues la mies en tu campo, si dejas en él olvidada una gavilla, no volverás a buscarla. Será para el forastero, el huérfano y la viuda, a fin de que Yahveh tu Dios te bendiga en todas tus obras”, (Dt 24, 19). Y que no quede duda de esto, Dios “ama al forastero, a quien da pan y vestido”, (Dt 10, 18).

A quienes han perseverado hasta aquí en la lectura de este tema, concluyo recordándoles que para Dios no existen nacionalidades, en Dios todos somos iguales y tenemos el mismo derecho y deber de amar y ser amados: “Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios”, (Efesios 2, 19).

P.A

García

sábado, 20 de febrero de 2021

Sobre la xenofobia y la migración

XÉNOS KAI PHÓBOS


         La etimología del término “xenofobia” deriva del griego “xénos” que significa extranjero, y “phóbos” que significa miedo o rechazo. La xenofobia es, entonces, el rechazo a los extranjeros, es una “actitud de desdén, desconfianza contra todo lo foráneo, incluyendo los inmigrantes de otras naciones”[1].

         En el presente artículo expondré esta problemática actual desde la perspectiva social de la Iglesia Católica, pionera en la defensa de los derechos humanos en sus dos milenios de existencia. A tal efecto, el pensar eclesial ha sabido siempre que “la fe cristiana no puede aceptar la xenofobia, sino que debe actuar como un aldabonazo a la conciencia cultural de los pueblos para que se abran sincera y prácticamente al acogimiento de esa humanidad débil”[2]. Un católico xenófobo contradice su fe.

         Nuestro mundo ha visto el levantamiento y la caída del muro de Berlín (1961-1989), conocido también como el “muro de la ignominia” el muro de la vergüenza, y es “cierto que con el derrumbe del muro se han dejado al descubierto otros muros que afectan la integridad del ser, que se han hecho más altos con la posmodernidad: podemos mencionar el muro del nacionalismo y la xenofobia”[3]. Este último no deja de crecer a pesar de las constantes llamadas de atención por parte de los defensores de los derechos humanos, todos somos testigos de esto. La migración y la xenofobia son consecuencia directa de la mala administración de los Gobiernos, pues cuando crece la ruina de los países heridos por la decadencia económica, política y social, se genera el fenómeno migratorio y así crece también el nuevo “muro de la ignominia”, el “muro de la xenofobia”.

Nadie pone en tela de juicio que desde hace unos años, los llamados “países del Primer Mundo” han observado la llegada de personas de otras latitudes. Estas personas vienen huyendo de su situación de pobreza. Renuncian a vivir en sus países de origen por una necesidad de supervivencia. Al llegar a sus destinos se topan con otra cultura y muchas veces con otra religión, y quieren conservar sus costumbres para no perder su identidad. Cuando no se sabe “acogerlos, se produce una reacción de xenofobia, porque lo distinto nos amenaza y nos da inseguridad; tal vez sus costumbres y creencias nos desconciertan. En la mayoría de los casos no entramos en diálogo con ellos y, cuando lo hacemos, es con frecuencia para descalificarlos. Sólo una minoría se solidariza con sus reivindicaciones, se interesa por su religión y su cultura, y les abren las puertas y el corazón[4]”. Afortunadamente existe esta minoría de buenos cristianos.

Las consecuencias de la xenofobia apenas las están conociendo los venezolanos en estos últimos años, sin embargo, xenofobia y racismo son las respuestas más frecuentemente vistas en América Latina en los últimos 20 años, “basta ver cómo bolivianos y paraguayos son tratados en Argentina y Brasil; los nicaragüenses en Costa Rica, los peruanos en Chile, los haitianos en República Dominicana y en casi todos los países del continente[5]”. En resumidas cuentas, la mayoría de los países de nuestro entorno han vivido las consecuencias de la xenofobia, unos más que otros y ahora más enfáticamente el pueblo venezolano.

Ahora bien, ¿cómo comprender las mentes de los inmigrantes que sufren la exclusión social?, ¿cómo comprender la xenofobia? “Es normal que los excluidos del bienestar no acepten alegremente su destino y sea previsible el crecimiento de conflictos inmigratorios, la rebelión de los marginados, el estallido de los desesperados. Se exigen leyes y fronteras más estrictas frente a los extranjeros; se pide una represión más dura con los delincuentes de las ciudades. Nadie quiere pensar responsablemente en los que sufren miseria y malestar. Este ambiente puede ser caldo de cultivo de nuevos racismos, xenofobias y tendencias neoconservadoras”[6]. Esto que apunta el padre Pagola parece ser la mejor síntesis de los últimos acontecimientos vividos. La xenofobia es la respuesta al estallido de los desesperados.

Pero el panorama no puede ser tan caótico, pues las medidas en favor de los inmigrantes son tan antiguas como esta misma realidad, prueba de ello es la “declaración de los derechos del hombre (1948), que representa un progreso importante en el desarrollo de la conciencia de la dignidad humana”. Este paso dado por las Naciones Unidas determinó “la iniciación a la pluriculturalidad, que camina a la par con una iniciación y un conocimiento en profundidad de los derechos del hombre y en particular de sus derechos culturales, no sólo para identificar las fuentes de la intolerancia y de la xenofobia, sino, sobre todo, para promover un desarrollo integral duradero, que haga justicia a la dimensión cultural de la persona humana”[7].

El artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DDHH) es claro al precisar que “toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social […] no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona”, lo que significa que extranjeros como nacionales tienen el mismo derecho a ser respetados, a vivir en libertad, a trabajar, a la salud, a la educación, al bienestar, etc. y cómo no decirlo de una vez, tanto nacionales como extranjeros tienen los mismos deberes ciudadanos.

Desde la doctrina social de la Iglesia Católica se han buscado innumerables instrumentos para responder eficazmente a la realidad de la xenofobia, pero más concretamente a la realidad de los migrantes, de ahí que el Documento de Aparecida contenga en sus líneas teológicas importantes consideraciones, como por ejemplo: “Los emigrantes son igualmente discípulos y misioneros y están llamados a ser una nueva semilla de evangelización, a ejemplo de tantos emigrantes y misioneros, que trajeron la fe cristiana a nuestra América[8]”. Este numeral reconoce solemnemente que la fe en nuestra región es consecuencia de la venida de emigrantes y misioneros, por lo que cabe pensar que no todo lo que traen los extranjeros es nocivo (como lo afirma la xenofobia), sino que también aportan en beneficio del crecimiento de las naciones.

Continúa Aparecida (#411) explicando que: “Hay millones de personas concretas que, por distintos motivos, están en constante movilidad. En América Latina y El Caribe constituyen un hecho nuevo y dramático los emigrantes, desplazados y refugiados sobre todo por causas económicas, políticas y de violencia”. La Iglesia no vacila al precisar los motivos de la migración mundial: causas económicas, políticas y de violencia, en cuyo reparo está invitada a atender con caridad.

En este sentido, ¿hay cabida para la xenofobia según el pensar eclesial? A la luz de Aparecida (#412) vemos que: “La Iglesia debe sentirse a sí misma como Iglesia sin fronteras, atenta al fenómeno creciente de la movilidad humana en sus diversos sectores. Considera indispensable el desarrollo de una mentalidad y una espiritualidad al servicio pastoral de los hermanos en movilidad. Las Conferencias Episcopales y las Diócesis deben asumir proféticamente esta pastoral específica con la dinámica de unir criterios y acciones que ayuden a una permanente atención también a los migrantes”. Dentro de la fe cristiana no hay cabida para sentimientos xenófobos, esto atenta contra la caridad que se nos ha mandado practicar.

El numeral 413 de Aparecida recalca que: “la realidad de las migraciones no se ha de ver nunca sólo como un problema, sino también y sobre todo, como un gran recurso para el camino de la humanidad”, pues como se ha visto con el ejemplo de la evangelización de nuestros pueblos, los migrantes aportan lo mejor de sí a las naciones que los acogen con generosidad.

Aparecida (#414) reconoce que la Iglesia debe denunciar los atropellos que sufren frecuentemente la población migrante, así como también realizar un llamado a los gobiernos de los países, para lograr una política migratoria que tenga en cuenta los derechos de las personas en movilidad, ahondando su esfuerzo pastoral y teológico para promover una ciudadanía universal en la que no haya distinción de personas.

Finalmente, Aparecida (#416) reconoce la importancia de las ayudas económicas (remesas) que hacen los migrantes para familiares en sus países de origen, esto “evidencia la capacidad de sacrificio y amor solidario a favor de las propias familias y patrias de origen. Es, por lo general, ayuda de los pobres a los pobres”. El inmigrante busca su estabilidad económica a la par de la de su familia.

En todo el desarrollo del tema no he mencionado las “posibles razones obvias” que puedan justificar algún sentimiento xenófobo, tales como la delincuencia, robos, estafas o asesinatos ejecutados contra nacionales por parte de extranjeros. En este caso, es preciso aclarar que la delincuencia no tiene nacionalidad, a pesar de que cada país cuenta con sus propios antisociales. Lo que es realmente comprensible es la indignación que provoca el hecho de que personas extranjeras desestabilicen el equilibrio social de nuestros países, lo que no significa que sea aceptable el delinquir de connacionales, pues evidentemente se debe rechazar los actos realizados, no la nacionalidad.

Las estadísticas de los países latinoamericanos dan razón del progreso económico que genera la realidad migratoria. Son más los migrantes que se dedican a trabajar honradamente, que los que vienen a delinquir. Los buenos somos más y por el mal ejemplo de un grupo minoritario no nos pueden catalogar a todos por igual. Ciertamente el bien no hace ruido; y es más noticioso un avión que cae en picada, que los otros tantos sobrevolando diariamente los cielos despegando y aterrizando de manera exitosa.

Finalmente quiero recordarles, a modo de denuncia, los últimos acontecimientos vividos en dos países suramericanos, cuyos gobiernos autorizaron el desplazamiento de gran arsenal militar hacia las fronteras para evitar el ingreso de extranjeros, como si de una guerra se tratara. Esto representa al nuevo “muro de la ignominia”, del que hablamos más arriba, el “muro de la xenofobia”, aunque las razones de tales acciones se disfrazaron de medidas de seguridad ciudadana por motivos sanitarios como consecuencia de la actual pandemia. Señores, esto está mal, esto es rechazado por Dios.

Hoy, 20 de febrero de 2021, cuando publico este artículo en mi Blog, tenemos una noticia muy justa en relación al fenómeno migratorio, y es que las Defensorías del Pueblo de Colombia, Ecuador y Perú exhortaron conjuntamente a los Gobiernos de sus países a “facilitar la movilidad de los migrantes venezolanos por sus territorios y a adoptar medidas para regularizar su situación y evitar su exclusión social y económica”, esta noticia nos deja claro que sí hay una minoría que se solidariza con las reivindicaciones de los migrantes, abriéndoles las puertas y el corazón.

P.A

García



[1] Freddy Domínguez y Napoleón Franceschi G., (2010), Historia General de Venezuela, Caracas, Venezuela, p. 425

[2] José María Rovira Belloso, (1996), Introducción a la Teología, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, España,  p.330

[3] María Sylvia Jaime Garza (2001), Ética y posmodernidad, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, México, p. 138

[4] Carlos Mesters, (2001), Vivir y anunciar la Palabra las primeras comunidades, Editorial Verbo Divino, Navarra, España, p. 378

[5] Fundación Amerindia, (2012), La teología de la liberación en prospectiva, Doble Clic Editoras,  p. 296

[6] José Antonio Pagola, (1996), Es bueno creer. Para una Teología de la esperanza, Editorial San Pablo, Madrid, España, p. 82

[7] Revista Cultura y Fe, (1999), p. 231

[8] Consejo Episcopal Latinoamericano, CELAM, (2007) V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Documento Conclusivo. #377

martes, 16 de febrero de 2021

Iconografía de la Imagen de San Vicente Ferrer de La Playa

LA TABLA MILAGROSA


         San Vicente Ferrer nació en España, el 23 de enero de 1350 y falleció en Francia, el 5 de abril de 1419. Fue canonizado por el Papa Calixto III, el 29 de junio de 1455, su cuerpo está enterrado en Vannes, donde murió. Su fiesta litúrgica se celebra el 5 de abril de cada año. San Vicente fue un sacerdote de la Orden de Predicadores, mejor conocidos como los “Padres Dominicos”.

         Su nombre secular era Vicente Ferrer Miguel, nació en Valencia, en la calle del Mar, en la casa conocida hoy como “el pouet de Sant Vicent”, el pocito de San Vicente. A los 17 años entró de dominico en el Convento de Predicadores de Valencia. Estudió en Barcelona, Lérida y Toulouse. Vicente fue profesor de Lógica en Lérida y de Teología en la Catedral de Valencia. Por su actividad docente le fue concedido el título de “Maestro en Teología”, el máximo reconocimiento intelectual de la Orden.

         Junto a su acción académica, desarrollaba una intensa actividad predicadora, taumatúrgica y de beneficencia. Después de un tiempo en Aviñón, al sur de Francia, llamado por el Papa para ser su confesor y limosnero, a partir de 1399 y durante 20 años, se dedicó a recorrer parte de Europa predicando el Evangelio, suscitando todo un movimiento de renovación cristiana y eclesial.

         San Vicente recorrió toda la Península Ibérica, Francia, Suiza y el norte de Italia. Su predicación unía profundidad teológica y espiritual junto con la capacidad de llegar a convencer a los más variados auditorios.

         San Vicente se vio inmerso en la situación del Cisma de Occidente, que presentaba a dos Papas, uno en Roma y otro en Aviñón, ambos pretendían ser el único legítimo. Optó en conciencia por el Papa de Aviñón. Posteriormente, y luego de haber intentado sin éxito convencer a Benedicto XIII de dimitir por el bien de la Iglesia, y tras el Concilio de Constanza, aceptó al único Papa: Martín V, coincidiendo con Santa Catalina de Siena.

La imagen de la que se hará el estudio iconográfico se encuentra en la Parroquia San Vicente Ferrer de La Playa, Mérida, Venezuela. La misma es una pintura al óleo sobre madera, con unas proporciones de 33 centímetros de ancho por 48 centímetros de alto. Actualmente se encuentra resguardada por un nicho de madera que dificulta su contemplación y veneración. No se conocen datos exactos sobre el autor de la pintura o la fecha y lugar de su realización. Es posible que la imagen no sea criolla.

Los símbolos iconográficos de esta pintura son los siguientes:

Parte superior: La imagen, para propósitos del desarrollo de este estudio, puede dividirse en tres partes, de arriba abajo. Los detalles a explicar se tomarán en cuenta de izquierda a derecha.

1.    Trompeta: San Vicente Ferrer es conocido popularmente por ser un gran predicador, de ahí que la trompeta esté presente en la mayoría de sus cuadros, pues su voz potente y enérgica se asemeja al sonido de este particular instrumento musical de viento-metal. La predicación del valenciano puede ser comparada con una dulce melodía de una trompeta, capaz de penetrar los más apáticos tímpanos, provocando en ellos el gozo por el anuncio y el terror por la denuncia. La trompeta también lo identifica con los siete ángeles apocalípticos, como se verá con el detalle de las alas.

 

2.    Mano: El gesto más característico de San Vicente Ferrer es su mano derecha alzada señalando con el dedo índice hacia arriba. Este es un gesto expresivo, que hace cualquier orador en un discurso multitudinario, con ánimo de subrayar alguna frase, expresión o palabra, por ejemplo su lema, que se verá más adelante. San Vicente señala el cielo porque ese es nuestro destino final, allí nos espera Dios. También se cree que con este gesto, el santo efectuaba sus milagros en vida, para el deleite de todos los que le seguían o le escuchaban.

 

3.    Alas: San Vicente se consideraba a sí mismo como uno de los siete ángeles del Apocalipsis, cuyas trompetas sonaban antecediendo maravillosos signos que san Juan bien detalla en el último libro de la Biblia, es por eso que algunas imágenes del santo dominico español lo representan con alas, como si fuese realmente un ángel o “El Ángel del Apocalipsis”.

 

4.    Aureola: Del latín aureola y, a su vez, de aurea, que significa “dorado”. La aureola o el nimbo es un cerco en torno a la cabeza de un santo. Se plasma con rayos luminosos en el cuerpo pintado de un personaje o un objeto, de ordinario de modo circular, poligonal, crucífera o triangular. En la Edad Media fueron aureolados emperadores, papas y reyes. En general, la aureola se reserva a las personas divinas y santos. San Vicente Ferrer en esta pintura es representado con aureola circular dorada, para diferenciarla del fondo que es de tonalidad amarilla.

Parte media:

1.    Hábito dominico: El hábito no hace al monje, pero sí lo identifica. San Vicente Ferrer fue dominico, por eso es natural que su hábito esté representado con una túnica blanca, ceñida por una correa negra, sobre la cual se pone un escapulario o mandil del mismo color, para finalmente ser cubierto por una gran capa negra, elegante y majestuosa. El blanco y el negro son los colores del hábito dominico. En la pintura de San Vicente que estamos estudiando, se nota cómo la túnica es de un color más oscuro y no blanco natural, tal vez para diferenciarla del escapulario que sí es de un blanco bastante brillante, puro y limpio.

 

2.    Santo Rosario: El catolicismo debe a Santo Domingo de Guzmán, el fundador de la Orden de Predicadores, la creación y expansión de la devoción al rezo del Santo Rosario a María Santísima. San Vicente Ferrer, como buen dominico que fue, hijo espiritual de Santo Domingo de Guzmán, lleva su Rosario colgando sobre el escapulario. Es de suponer que lo rezaba diariamente, mientras se preparaba para sus masivas predicaciones o de camino en sus largas peregrinaciones. En el Santo Rosario se medita la vida de Jesús a través de los ojos de María.

 

3.    Calavera: La calavera es el símbolo de los que se retiran a la soledad del desierto o a un lugar retirado para entrar en comunión con Dios. En San Vicente Ferrer la calavera sobre el libro representa su incesante predicación sobre la inmanencia del juicio final. Él buscaba la conversión de los pecadores y en este sentido la calavera recordaba que no somos eternos en este mundo, sino que nos espera la verdadera vida en Dios, para lo cual es necesaria la conversión. De varios santos se conoce que al contemplar la calavera reconocían lo poco que eran y la necesidad de Dios en sus vidas.

 

4.    Libro: El libro representa a las Sagradas Escrituras en general, o al Evangelio en particular. San Vicente, en esta pintura, sostiene el libro cerrado con el lomo hacia él y las páginas hacia afuera, sujetadas por su mano izquierda, con el pulgar sobre la cubierta y el resto de los dedos debajo del libro. La Biblia es lo más representativo en la imagen de un predicador, y San Vicente Ferrer fue el mejor de su época. Las ciencias filosóficas y teológicas que supo enseñar y predicar en su vida, pueden verse compendiadas también con el tomo en su mano.

 

5.    Flor de lirio: Es bien conocida la referencia del Señor Jesús a las flores de lirios, puede verse en Mt 6, 28 y en Lc 12, 27. Es muy adecuada la mención de la “flor del campo” como ejemplo de la brevedad de la vida humana, y ello más en una tierra como el Oriente Medio, donde la aparición anual de las flores silvestres, un espectáculo maravilloso, dura apenas unas semanas, seguido de una gran sequedad. Israel crecerá como un lirio en los días escatológicos (Os 14, 5), promesa que ha de cumplirse en la nueva Jerusalén, que es la Iglesia. Entre la ornamentación del templo del Antiguo Testamento se hallaba la figura del lirio (1 R 7, 19; 22, 26). En la imagen de San Vicente, el lirio representa la brevedad de la vida humana, lo que conlleva la constante preparación para recibir la llamada de Dios que a todos nos llega: la muerte. El santo español perseveró en una vida virtuosa y pura, razón por la cual el lirio sea también un premio merecido para él.

Parte inferior: En esta última parte ya no se mencionan detalles iconográficos referentes al culto devocional a San Vicente Ferrer, sino que se expondrán detalles particulares de esta pintura de la parroquia eclesiástica de La Playa.

1.    Orificios: Casi al margen de la pintura, cerca del final del hábito de San Vicente, se encuentran dos pequeños orificios, por donde pueden entrar clavos, que perforan la tabla en su totalidad, dejando ver el fondo sobre el cual se soporta actualmente la pintura. Estos orificios corresponden, seguramente, a un primer intento de sujetar la pintura sobre algún nicho o retablo para la veneración de los fieles. Aunque la pintura presenta rasgos de haber sufrido una restauración -si es que así se le puede llamar- es curioso que estos dos orificios no hayan sido tapados, lo que da a pensar que la imagen fue alterada artísticamente estando todavía en su anterior nicho.

 

2.    Pintura: Al lado derecho del primer orificio, de izquierda a derecha, se encuentra un rasgo de pintura simulando lo que podría ser la capa de San Vicente. Este detalle es posible observarlo gracias al deterioro notable del óleo usado en el cuadro, ya que presenta este parche como evidencia innegable del paso de los años, apoyando la data de la pintura en años muy anteriores a 1828, fecha en la cual se construye la primera capilla en La Playa, en lo que hoy es el sector San Vicente.

 

3.    Pies: En esta pintura, los pies de San Vicente no se pueden apreciar, parecen no haber sido dibujados detalladamente, o tal vez porque en la restauración sufrida, el artista no logró representarlos con detalle, dejando en su lugar una deforme mancha de óleo, precisamente del mismo color usado en el escapulario, un blanco brillante. Se puede apreciar como si el pintor hubiera limpiado su pincel sobre el lugar donde estarían los pies de San Vicente, que por cierto, es donde la pintura ha desaparecido con mayor violencia, dejando ver la tabla de madera sobre la cual se pintó originalmente la venerada imagen.

Otros símbolos: No todas las imágenes de San Vicente Ferrer lo representan con todas sus características iconográficas, es por eso que también se le puede ver figurado con los siguientes símbolos:

1.    Mitra: De la vida de San Vicente se conoce que por su amistad con el Cardenal Pedro de Luna, quien llegó a ser el Papa Benedicto XIII, le ofrecieron el cardenalato o incluso ser arzobispo de alguna sede, cuestión que el santo rechazó enfáticamente, pues nunca se acostumbró a la vida entre palacios; ya que lo suyo era la predicación itinerante y la peregrinación. La mitra, símbolo episcopal, es ubicada a sus pies, pues se resistió a llevarla sobre la cabeza, demostrando así una gran humildad, al no querer formar parte del principado de la Iglesia Católica.

 

2.    Libro abierto: En nuestra imagen de estudio el libro aparece cerrado, pero en la imagen principal de la Parroquia San Vicente Ferrer tiene sobre su mano izquierda el libro abierto con unas palabras enfáticas, que le resumen su predicación, estas palabras son su lema.

 

3.    Lema de San Vicente: La frase aparece generalmente en latín “Timete Deum et date ei honorem”, que viene a significar en castellano “Respetad a Dios y dadle honor”. Con esta frase escrita en mayúsculas doradas, se compendia la vida del santo, quien nunca se cansó de presentar la fe católica como el regalo más grande que de Dios hemos recibido.

 

4.    Lengua de fuego: Finalmente, la lengua de fuego, que la tiene también la imagen central de la Parroquia, significa el milagro de Pentecostés, cuando los Apóstoles predicaron en lenguas distintas y eran comprendidos por todos los presentes en Jerusalén. A San Vicente se le conoce por predicar en su original valenciano, pero ser entendido en castellano, francés, sueco, italiano y los idiomas de los musulmanes que poblaban las zonas por él recorridas. La hagiografía vicentina manifiesta que en su juventud aprendió el latín y el hebreo, por su pasión por el estudio de las Sagradas Escrituras.

San Vicente Ferrer es el patrono de la comunidad valenciana en España, allí es recordado como Sant Vicent el del ditet, San Vicente el del dedo. Su figura sigue siendo hoy un ejemplo de vida cristiana y de predicación del Evangelio. Sus sermones, el “Tratado de la vida espiritual”, su labor pacificadora y dialogante, su sentido eclesial son una herencia de la que nos podemos aprovechar fructuosamente.

El cuadro del que hemos hecho este superficial estudio merece más atención y respeto por todos los playenses. En el Templo Parroquial debería existir un lugar dedicado exclusivamente a resguardar esta reliquia histórica y religiosa y, por qué no, deberían despertarse iniciativas para reubicar la tabla del dificultoso nicho actual a uno nuevo, mejorado artísticamente y sobre todo que le permita una contemplación total de la venerada imagen.

Ahí está San Vicente Ferrer, esperando a todos los devotos, a todos los playenses, para que le conozcan y le veneren como en épocas de antaño. A todos los que no conocen esta imagen, les invito a visitarla en el Templo de La Playa, ahí está expuesta siempre a la veneración. Acérquense, véanla con detalle, recen delante de ella y encomienden principalmente el progreso espiritual y de toda índole de nuestro querido pueblo.

La Parroquia San Vicente Ferrer de La Playa está en constante deuda devocional con su Santo Patrono. Esperemos que lleguen los días en los que se pueda celebrar su fiesta por todo lo alto. Actualmente el Consejo Municipal de Rivas Dávila está buscando precisar una fecha para celebrar al pueblo de La Playa, ojalá y en esta iniciativa puedan contemplar la festividad de San Vicente Ferrer como día de precepto civil y religioso, de esta manera la “Parroquia Civil Dr. Gerónimo Maldonado” se mostraría atenta con la religiosidad de la mayoría de sus habitantes.

P.A

García